Por qué el kirchnerismo es del siglo XX y Cambiemos del siglo XXI. Por Silvia Mercado



Muchos esperan que el conurbano se comporte como en el 2015, cuando ganó el FPV, como si ningún cambio hubiera acontecido en la Argentina, como si los votos tuvieron dueño

El kirchnerismo y el PRO nacieron en el 2003, prácticamente juntos. Fueron la respuesta al vacío de poder del 2001, cuando el radicalismo delarruísta en el gobierno, acosado por el peronismo territorial del conurbano, fue obligado a dejar la Casa Rosada en un marco de crisis de legitimidad que no pudo conducir hacia un proceso electoral natural. Los caudillos provinciales se hicieron cargo de la transición, que tuvo a Eduardo Duhalde como protagonista. Fue quien le entregó el 25 de mayo de 2003 la banda presidencial a Néstor Kirchner, momento que dio inicio a un proceso que duró 12 años.

Los liderazgos de Néstor y Cristina Elisabet Kirchner fueron muy parecidos. Como el peronismo original, nacido en 1945, fueron construidos desde las entrañas mismas del Estado, desde arriba hacia abajo, concentrando las decisiones en una sola persona que pretendía ser infalible, modelando un sistema hegemónico que devino en autoritario, donde la opinión distinta fue perseguida y anulada.

En la Casa Rosada desaparecieron las reuniones en las que referentes políticos de distintos partidos discutían con el oficialismo acerca de los asuntos de interés generales. Se instalaron la voz única, las cadenas oficiales, la red de medios propios para ganar el debate contra los "medios hegemónicos", la utilización del aparato del Estado (AFIP, SIDE, Banco de Datos Genéticos) contra el que no estaba de acuerdo con lo que estaba pasando.

Al igual que el relato peronista y -su deriva- la construcción de una Evita santa que protegía a los desharrapados de la tierra, el kirchnerismo fue excepcionalmente eficiente para colocarse en el lugar del pueblo mismo, bueno y protector de los más necesitados, poniendo del lado de los malos a los que no estaban con él, nominados como la oligarquía apátrida y cipaya o sus representantes, todos igualmente desinteresados del destino de los pobres.

Néstor y Cristina, como Juan y Eva, se fueron transformando en una épica protectiva, dos héroes griegos, imperfectos pero alados, es decir, de propiedades supranormales, muy por encima de los simples mortales, con talento para obtener seguidores ávidos de hazañas epopéyicas, donde más que la verdad, importa la leyenda.

Allí donde los Kirchner sembraron una gesta, en el PRO se buscó edificar un modelo político basado en la horizontalidad, democrático, plural, dialoguista, sin héroes ni dioses, con pocos discursos y en ningún caso dramáticos. Allí donde los Kirchner vieron necesidad de un nuevo relato, Mauricio Macri y los fundadores de partido con el que fueron aprendiendo a ganar elecciones cada vez más complejas, encontraron la ausencia de realizaciones concretas, un salto fenomenal entre el decir y el hacer.

Fue en ese mismo año, 2003, que el PRO tuvo su primer desafío electoral. Compitió en segunda vuelta con Aníbal Ibarra, que contó con el apoyo de un kirchnerismo victorioso hacía pocas semanas, y cayó derrotado. En el 2005 volvió a competir en las legislativas y ganó. Sacó el 34% de los votos (puso 6 diputados nacionales y 13 legisladores), superando al ARI que sacó el 22% (4 diputados nacionales y 8 legisladores) y el FPV que sacó el 20% (3 diputados nacionales y 7 legisladores).

Mientras Kirchner consolidaba su poder, Macri lo hacía con el suyo. En efecto, Néstor se sacó de encima a Duhalde y Mauricio hizo lo propio con Ricardo López Murphy. Y mientras los dos presidentes K ocupaban todo el escenario, Macri solo buscaba pasar desapercibido para evitar la guadaña kirchnerista sobre su territorio, la Ciudad de Buenos Aires, también capital de la Nación.

Los Kirchner repitieron el modelo de Perón: liderazgo carismático, amado y odiado con la misma pasión, comunicación vertical, decisión concentrada e infalible, que redobla la apuesta ante cada desafío. A escala nacional nacieron en el 2003, pero desplegaron un modelo del siglo XX, intentando dominar la totalidad y con vocación de unanimidad.

Macri, por el contrario, buscó que no lo vean venir, y no temió mostrarse débil. Nunca pensó que su posición es la única posible y siempre supo que su liderazgo jamás sería carismático. Eligió la fuerza tranquila de sus mensajes, que siempre son cortos y, en lo posible, buscando la horizontalidad. Puesto a elegir, parece que prefirió no despertar ni amores ni odios apasionados. Más bien, buscó el equilibrio en los vínculos y la certidumbre en sus relaciones. Nunca estuvo cómodo con los volantazos desordenados que provocaba Kirchner en su manera de conducir, tampoco con la dialéctica interminable y emocional de Cristina. "Es psicópata", le confesó a Laura Di Marco, que lo entrevistó para su libro Macri. Historia íntima y secreta de la élita argentina que llegó al poder.

Siempre me llamó la atención que ante una misma crisis de representación, aparecieran dos fenómenos políticos distintos para resolverla, uno buscando repetir lo que funcionó varias décadas antes, aprovechando condiciones internacionales incluso mejores que las de la segunda posguerra, y otro intentando algo inédito en la Argentina, tan difícil de descifrar como el mismo siglo XXI, este tiempo que transitamos sin saber exactamente hacia dónde.

Volví sobre esos dilemas estos días, con la aparición de La política en el siglo XXI. Arte, mito o ciencia, de los ecuatorianos Jaime Durán Barba y Santiago Nieto. Allí, los gurúes de Macri dicen cosas como que "algunos políticos y pensadores creen que son una especie de dioses infalibles, mantienen ciertas ideas solo porque creen en ellas y suponen ser voceros de una gente a la que desconocen".

Y hablan de "ciertos periodistas que se preguntan cuántos votos puede endosar un candidato, el papa, un sindicato, un deportista o una figura de la televisión. La respuesta es: muy pocos. Los votantes no son de nadie. En las elecciones argentinas de 2015 un candidato presidencial nos confesaba su angustia porque lo estaban abandonando 'sus intendentes' y creía que los votantes podían irse con ellos. Le expresamos que su análisis era anticuado, que tal vez esoocurría en el tiempo de la política vertical. Hoy sucede lo inverso: cuando las encuestas detectan que se debilita una candidatura presidencial, los candidatos menores huyen, ya que creen que los perjudica seguir pegados a un candidato que se cae. Cuando se van los dirigentes no se llevan a sus votantes, sino que sucede lo contrario: los dirigentes se van detrás de los votantes".

El cambio de punto de vista es radical. No es el dirigente el que tiene el poder, sino el elector. Si son muchos los que se le van a un dirigente por un determinado motivo, ningún otro referente podrá atraerlos de nuevo. Solo puede revertir esa pérdida de respaldo una transformación de la oferta, es decir, volver a seducir al elector con algo nuevo, una superación a lo conocido y tiene que ser genuino, porque al elector no se lo engaña tan fácilmente como algunos piensan.

Durán y Nieto alertan a quienes creen que los electores tienen patrones inmutables de comportamiento. Entre otros, ponen el ejemplo del equipo de Hillary Clinton, que la llevó a creer que Wisconsin, Michigan y Pennsylvania eran "propiedad" de los demócratas, porque la clase obrera norteamericana y sus sindicaos fueron el eterno soporte de ese partido y porque Barack Obama había ganado en esos estados de forma abrumadora. "En esta ocasión el discurso de (Donald) Trump dirigido directamente a sus inquietudes cotidianas terminó con las tradiciones", explicaron.

Algo similar sucede en la provincia de Buenos Aires con el peronismo. Existe entre muchos expertos analistas de la política la creencia de que en el conurbano solo puede ganar el peronismo, porque es el único partido que ganó desde hace 70 años, incluso en el 2015, cuando fue el peronista Daniel Scioli el que triunfó en segunda vuelta frente a Macri.

Como si la realidad fuera inmutable y la emergencia de Macri y María Eugenia Vidal se hubiera dado por imperio de la casualidad o de errores puntuales del FPV, sin que tuvieran nada que ver las políticas de conversación uno a uno o cercanía que se implementan tanto a través de las redes sociales como de los timbreos (columnas vertebrales de la movilización de Cambiemos), muy lejana a los micros y actos pagos donde todos se reúnen a escuchar a uno solo que habla desde arriba a un conjunto indiferenciado, como en misa.

Cristina es una dirigente excepcional, carismática y empática con una porción muy grande del electorado, que encuentra en su liderazgo una expresión de una manera de entender la sociedad, la política y el Estado. Ninguno de los que la siguen con devoción nació en Marte. Representa un porcentaje importante de la población argentina, pero es un colectivo que mira al pasado. Es algo que sabe muy bien el peronismo con futuro, que duda entre seguir detrás de su gran intención de voto, o saltar hacia opciones nuevas pero también inciertas.

La oferta electoral de Cambiemos no tiene esos problemas. La gran mayoría de sus dirigentes no son conocidos, pero representan lo nuevo, y tienen a Macri y Vidal para posicionarlos.

Por cierto, no todo lo que hace el Gobierno tiene la impronta del siglo XXI y su modelo de sociedad horizontal, como tampoco todo el kirchnerismo y el peronismo son puro siglo XX. También es probable que esta del 2017 sea la última elección que Cambiemos pueda ganar responsabilizando a sus antecesores de la recesión, la inflación y la pobreza, sumadas a la inseguridad y la crisis en hospitales y escuelas.

Sin embargo, esperar que en estas legislativas el electorado del conurbano se comporte como si ningún cambio hubiera acontecido a fines del 2015 es, cuanto menos, negador de una realidad que es irrefutable. Argentina ya entró al siglo XXI y los políticos de los distintos partidos están obligados a acompañar ese proceso si pretenden seguir representando a la sociedad.