Horizontes de grandeza. Rogelio Alaniz

Superar al populismo como se superó al militarismo
El gobierno llegó a fin de año. Lo hizo negociando, proponiendo iniciativas, equivocándose en algunos casos, acertando en otros. En definitiva, como lo hace cualquier gobierno normal en cualquier país normal del mundo. Pero que en la Argentina nos detengamos a evaluar si llegó o no llegó a fin de año, si hay o no gobernabilidad, es una prueba más del desafío que debe asumir un gobierno no peronista para hacer realidad el principio de la alternancia. En 1983, los observadores debatían si Alfonsín podría concluir su mandato. Se suponía con argumentos históricos en la mano que los militares no permitirían semejante cosa, que antes del año habría algún planteo militar y unos meses después el clásico golpe de Estado con esa voz de ultratumba en cadena nacional, mientras como música de fondo sonaban los acordes de la marcha de Curupaytí. Había buenas razones para desconfiar de la salud de la democracia. Razones que databan de 1930 y se reforzaban desde la llegada del peronismo que, por un camino o por otro, se encargó sistemáticamente -¿se acuerdan del pacto sindical militar denunciado por Alfonsín?- para que ningún gobierno no peronista concluyera su mandato. Los militares desde 1930 y los peronistas desde 1989 decidieron que nadie pudiera gobernar, salvo ellos. Con los militares el tema se resolvió favorablemente gracias al coraje civil de Alfonsín y a las nuevas condiciones internacionales de la década del ochenta. ¿Se podrá hacer algo parecido con el peronismo? ¿Podrá un gobierno no peronista concluir su mandato? Sería deseable que así fuese. Para ello es necesaria una profunda reforma política, sostenida por una profunda reforma cultural, que nos aparte del autoritarismo y el corporativismo populista con sus secuelas de corrupción, despilfarro de recursos y degradación de las instituciones. Es lo que este gobierno está intentando hacer. Sus dificultades son evidentes: minoría institucional, repechar una herencia económica y social nefasta y bregar contra la inercia instalada por la demagogia populista establecida en todas las capas sociales. Sus posibilidades de todos modos no son pocas, pero si hay una que destacar es que este gobierno sintoniza con una tendencia histórica de un país harto de beber el amargo cáliz del populismo en sus versiones castrenses y civiles; harto de consumir esa suerte de alucinógeno representado por el populismo con sus secuelas de degradación, violencia e imbecilidad. Un país que a pesar de todo no perdió la memoria acerca de un pasado cuando contó con la clase media más pujante, una educación de calidad y los índices de movilidad social más elevados.
Demagogia progresista
Margarita Stolbizer declaró que el gobierno en lugar de cumplir con sus tareas se dedica a criminalizar a los jóvenes. Palabras más palabras menos, eso fue lo que dijo. Como se podrá apreciar, la demagogia y el oportunismo no es un vicio exclusivo del peronismo. Lo siento por Stolbizer a quien aprecio y respeto pero en nombre de ese aprecio y respeto es que digo que ella debería saber que la imputabilidad a los menores no está destinada a los adolescentes en general, sino a los que delinquen o asesinan, del mismo modo que las leyes del Código Penal no están destinadas a los ciudadanos sino a los malvivientes. Curioso ese progresismo que defiende el derecho de los adolescentes a votar en las elecciones generales, que reivindica su derecho a organizarse en centros de estudiantes y militar políticamente, pero consideran que cuando un joven mata no se lo debe juzgar como cualquier hijo de buena vecina porque supuestamente no sabe o no sabe plenamente lo que está haciendo. Con la mano en el corazón: ¿alguien cree sinceramente que quien mata o viola no sabe que está cometiendo un delito? ¿Cómo es posible que se admita que un joven está en condiciones de pensar la política que es, si se quiere algo abstracto, mientras ignora que no debe asesinar o violar? No se equivoca Elisa Carrió cuando señala que, además, en las actuales circunstancias es necesario legislar en la materia porque los adolescentes se han transformado en carne de cañón, base de operaciones del sicariato del narcotráfico. ¿Todos los adolescentes? Por supuesto que no, pero las leyes penales, repito, no van dirigidas a todos sino a aquellos que las violan. Se dice que nada se logra con reducir la edad de imputabilidad. Con la misma lógica podríamos decir que nada se logra con condenar a un asesino o a un violador mayor de edad porque siempre habrá causas y motivos que justifiquen su conducta. No legislar entonces es la respuesta. Matan, cometen toda clase de tropelías pero en el mejor estilo Zaffaroni, hay que justificarlos porque son pobres o porque tuvieron una infancia triste y otras gansadas por el estilo. He aquí argumentos presentados como originales, sensibles y progresistas pero que resultan funcionales a la impunidad. Por supuesto que ninguna medida aislada resuelve problemas sociales complejos. Y por supuesto que en el caso que nos ocupa la baja de edad de imputabilidad debe reforzarse con medidas educativas e institucionales, pero en principio me parece un acto de justicia que quien asesina o viola responda por ello. La cultura de la convivencia social así lo exige. Y como consecuencia lo exige el padre, la hermana, la madre o el hijo a los que les mataron sus seres queridos.
El crimen perfecto
Hablando de impunidad, lo de Nisman es una vergüenza. Y una vergüenza por partida doble: porque los muchachos y las chicas de Justicia Legítima hacen lo posible y lo imposible para que su denuncia que involucra a Cristina Elisabeth en el delito de la traición a la patria no se investigue como corresponde; y porque después de dos años lo único que se sabe con certeza es que Nisman está muerto, gracias a que la señora Fein y el señor Milani se ocuparon de borrar todas las huellas para que los kirchneristas puedan sostener la disparatada hipótesis del suicidio. Disparatada y cada vez más sospechosa, sobre todo porque los jueces y fiscales K se las ingenian a través de las más sutiles y groseras tramoyas para que no se investigue. Tanta resistencia a investigar, tantas trabas y chicanas levantadas para bloquear la investigación, tantos esfuerzos para descalificar a quienes piensan lo contrario e incluso al propio Nisman, son, si se quiere, una prueba más de que “están sucios”, de que actúan como culpables y en algunos casos como idiotas útiles de los asesinos.
Tirar la piedra y esconder la mano
Es la segunda vez que el presidente de la Nación es agredido en la vía pública. Primero fue en Mar del Plata, luego en Neuquén. Por supuesto, nadie se hace cargo de un delito que en cualquier país normal sería gravísimo. En Mar del Plata, los jueces -lo de jueces es una licencia retórica- de Justicia Legítima se las ingeniaron para archivar la causa. A Macri parece que lo atacó el Espíritu Santo o el gaucho Hormiga Negra. En Neuquén, los muchachos de ATE se comportaron con su habitual sutileza británica: admitieron que manifestaron, admitieron que participaron en el escrache, admitieron que en el futuro lo van a seguir escrachando al presidente, pero juran por Dios y el Papa Francisco que ellos no tiraron el cascote que rompió el vidrio de la ventana del auto donde iba el presidente. Eso se llama tirar la piedra y esconder la mano. Pero refranes al margen, expresa el nivel de cobardía política y moral de quienes practican los hábitos más salvajes y detestables y luego ni siquiera tienen el coraje civil de hacerse cargo. Como los marginales y delincuentes que en el mundo han sido, los señores recurren a las leyes cuando les conviene, mientras todos los días se encargan de violarlas y burlarlas. Militancia nacional y popular en estado puro.