Cuando las cosas recuperan su nombre. Héctor M. Guyot

Por Detrás de la lucha política diaria se libra otra batalla más silenciosa pero quizá más trascendente. Tiene que ver no con los fines, sino con los medios. O con los instrumentos de que disponemos para alcanzar esos fines. Hasta el mejor cirujano fracasaría en la sala de operaciones si no contara con el bisturí adecuado. Sin su instrumental en orden, el paciente se le muere. La herramienta básica de la democracia es la palabra. Muchas de las dificultades del Gobierno, muchos de los nudos de la política argentina, hoy no se resuelven y hasta se agravan a causa del deterioro que ha sufrido la palabra entre nosotros.

Aunque el problema viene de lejos, Cristina Kirchner la malversó sin culpa en su afán de ir por todo. Así, la desnaturalizó. En lugar de ser puente que permite el entendimiento, durante su gobierno la palabra pasó a ser arma de guerra que separa y divide; en lugar de servir para esclarecer los hechos y las ideas, se usó para ocultar y engañar. Hoy esa palabra degradada, que desde la política contaminó el tejido social, parece estar empezando a recuperarse. Este síntoma que pasa inadvertido es tan importante como los índices de inflación o desempleo, y acaso representa la condición para mejorar esos y otros números, porque hace al presupuesto esencial de la democracia.


Hay un primer avance. Tiene que ver con la caída del relato. Podría resumirlo así: el que pasó fue el año en que las cosas recuperaron su nombre. No estábamos locos quienes denunciábamos la hipocresía del kirchnerismo en el poder. Al fin, las mentiras y los delitos salieron a la luz, y la mayor parte de la sociedad acabó por verlos. Mientras gobernó, el kirchnerismo fue un fenómeno discursivo que se llenó de palabras para ocultar lo impresentable. Orwell puro. Donde había negro, decía blanco. Te alimentaba con desperdicios mientras te vendía caviar. La democratización de la Justicia, los sueños compartidos, los niveles de pobreza inferiores a los de Alemania, todo se desmoronó cuando el discurso K se disipó como la niebla y apareció la realidad. Las causas contra la ex presidenta y sus servidores han puesto de manifiesto el saqueo del Estado. La imagen de José López revoleando ocho millones de dólares por encima del muro de un convento resultó sanadora: fue como sacar de debajo de la alfombra la mugre de años (tras la nota de Hugo Alconada Mon sobre las cuentas del actual jefe de la AFI, el Gobierno debe demostrar que no está dispuesto a esconder nada allí). Luego de vivir en medio de una alienación impuesta desde la cima del poder, pudimos nombrar las cosas otra vez. Es un avance grande. Pero no alcanza.

El problema es que la palabra sigue contaminada. Todavía está más cerca de ser un arma de guerra que un puente entre quienes piensan distinto. Daré un ejemplo personal con el que acaso, desde cualquier vereda, muchos puedan identificarse. Cuando escucho a alguien defender a rajatabla al gobierno anterior, me cuesta creer que no abra los ojos a las evidencias. Eso me lleva a pensar que esconde, en esa defensa acérrima, intereses inconfesables, porque no me gustaría desmerecer su inteligencia. Tal vez sea la ideología, pienso, llevada al extremo de la abstracción. Al mismo tiempo, sé que la desconfianza es recíproca. Cuando escribo cosas como ésta, yo seré para él un mercenario vendido a las corporaciones o los medios hegemónicos, un burgués con la vida hecha a quien la pobreza de tantos argentinos le resulta indiferente. Ésta es la brecha: la presunción de que la palabra del otro esconde un puñal y es un instrumento, no de comunicación, sino de lucha para lograr fines perversos. Los Kirchner abusaron de esto en una sociedad históricamente dividida, regida por corporaciones que piensan sólo en su exclusivo interés, y así profundizaron los enfrentamientos.


Sin embargo, este uso bélico de la palabra podría estar empezando a dar espacio a algo nuevo. Eso es lo que sugiere el acuerdo multisectorial al que esta semana llegaron el gremio de los petroleros, las empresas del sector y el Gobierno para mejorar la productividad y la competitividad con el fin de revivir el yacimiento de Vaca Muerta. Macri quiere llevar este tipo de convenios a otros sectores, como la construcción y la industria lechera. La condición para que prosperen y puedan revitalizar la economía es un diálogo sincero que, a partir del reconocimiento de las trabas y las dificultades existentes, lleve a concesiones parejas en cada uno de los lados de la mesa. Si cada cual está dispuesto a perder algo, a lo mejor ganan todos.

Hace cuatro años, en otro artículo, rescaté un pensamiento del escritor Norman Mailer que hoy viene a cuento: "Si haces avanzar una idea tanto como puedas y es tomada y mejorada por alguien que discute del lado opuesto, entonces has mejorado la mente de tu adversario. Sin embargo, llegará alguien que tomará esa idea que tu oponente ha mejorado y la llevará más alto desde tu lado. La democracia es la encarnación palpitante de la dialéctica: tesis, antítesis y síntesis dispuesta a convertirse en nueva tesis".


Sabemos ahora que la malversación de la palabra es un ácido que corroe las relaciones humanas, las instituciones y la democracia. Las cosas han recuperado su nombre. Es hora de que el país recupere la palabra.