Por qué el voto de los más pobres dejó de ser cautivo.Jorge Ossona

Establecer una línea de continuidad entre la fe peronista de los trabajadores desde los años 40 y la fidelidad electoral de los pobres contemporáneos constituye un error conceptual. Sin duda, el peronismo siguió rigiendo durante casi los últimos veinticinco años los destinos de la nación, y la mayoría de las provincias y municipios según la vieja tradición de “partido de gobierno”. Hasta ahí, una continuidad que el kirchnerismo perfeccionó. Sin embargo, el recuerdo de los dorados 40 resulta insuficiente al momento de explicar la dominante inclinación del voto de los humildes hacia distintas líneas del justicialismo.
Como nos lo ha enseñado Luis Alberto Romero, la pasión peronista histórica de los trabajadores fue el producto de la convergencia de varios procesos de fondo: una democracia de líder carismático que encarnaba a una nación homogénea en torno de los tres relatos esencialistas sobre la nacionalidad argentina: el Ejercito, la Iglesia y el Pueblo expresado por las organizaciones sindicales de una sociedad que se industrializaba. Fundada en la igualdad, la épica regeneradora peronista se sustentó en el refuerzo de la integración de las masas mediante una nueva ciudadanía social casi universalmente extendida.
Desde el comienzo de la reestructuración socioeconómica seguida por la instauración democrática de 1983, la adhesión al peronismo de los sectores populares ya no se asienta en esa fe. El empobrecimiento sentó las bases de una cultura política por la que micro jefaturas de base territorial negocian con el gobierno ya no políticas universales sino subsidios bajo la forma de alimentos, tierras, planes o dinero a cambios de votos colectivos. La homogeneidad de las sociedades populares transmutó, así, en un complejo mosaico de situaciones cuyo común denominador es solo la pobreza crónica.
A treinta años de reinstalada la democracia, en esos mundos son pocos los que sueñan con el progreso meritocratico individual de los viejos trabajadores. Incluso los jóvenes socializados por familias integradas encuentran en los estudios calificados un límite simbólico difícilmente franqueable. Las “políticas inclusivas” kirchneristas –la cara social del denominado “relato”- han consistido en perfeccionar ese régimen fragmentario. La mutación cultural ha resignificado, a su vez, valores como la educación, la vivienda, la salud, y también la política.
Hasta mediados de los 90, estos eran juzgados como “de emergencia”, pero subrepticiamente se fueron volviendo más densos y definitivos.
Es ahí donde confluyen los dirigentes políticos del partido de gobierno con los nuevos jefes territoriales sustitutos de las antiguas representaciones sindicales. Para los primeros, la pobreza terminó siendo sorprendentemente útil para preservar la gobernabilidad en la que se cimentan sus privilegios, cada vez más próximos a los de una cerrada casta oligárquica de contornos hasta familiares. Sin embargo, los votos no son siempre seguros porque la pobreza es plural y las políticas focalizadas no se administran homogéneamente; ello incuba una debilidad congénita.
Hay “hijos y entenados” aun en los propios armados territoriales: sus jefes configuran un estrato percibido como privilegiado por sus franjas subordinadas; y entonces la simulación de la “ayuda desinteresada” puede desenmascararse. Los intendentes lo saben; y por ello lanzan a sus operadores a corroborar el descontento mediante el “voto delivery” consistente en inducir a armados disgustados –o a fracciones de estos- a votar candidatos a gobernador y presidente distintos a los de su partido de manera de “cubrirse”. No dejan de ser signos inequívocos de crisis en la conducción de los oficialismos del “partido-Estado”.
Los territorios populares, por lo demás, son archipiélagos entre o aun dentro de los barrios según los saberes o la calidad de las relaciones de sus referentes con los gobiernos, principalmente con los municipales. Estos procuran producir los votos mediante una acción política continua y cotidiana que supone trabajosas negociaciones de resultados nunca del todo cerrados ni previsibles. Por caso, la tolerancia por el narcotráfico puede resultar indispensable para el financiamiento de muchas “cajas negras” políticas y policiales; pero esa actividad delictiva suscita un amplio rechazo social por parte de vecinos que luchan a veces impotentemente con las bandas para evitar la ruina y aun la muerte de sus hijos. A veces, ello se paga con defecciones tan silenciosas como masivas.
Por lo demás, los referentes a ambos lados de la amplia brecha no están unidos por el amor sino por una desconfianza atenuada por la recurrente reformulación de pactos a cargo de militantes locales –usualmente llamados “punteros”- y operadores de base que solo se cumplen parcialmente.
A diferencia del entusiasmo que suscitaban Perón y Evita, extensible a intendentes y gobernadores de extracción popular, la nueva dirigencia es concebida por los pobres como una mafia voraz necesaria, pero no siempre eficiente al momento de repartir prebendas. Para estos últimos, por su parte, el distante paternalismo gerenciado por sus emisarios tampoco expresa empatía sino más bien oportunismo.
Ambos han aprendido a jugar el juego en el que se cimentan las maquinarias electorales oficialistas. Pero aun así, nada es seguro. Los resultados de las últimas elecciones lo confirman.
Jorge Ossona
Historiador (UBA), miembro del Club Político Argentino