Ganadería con signos vitales. Hector Huergo

Todos los bienes y servicios que genera una sociedad tienen un ciclo de vida. Se comportan como cualquier ser creado desde la nebulosa primitiva: nacen, se desarrollan, crecen y mueren. Los expertos han descripto este proceso dibujando la curva sigmoide, la S inclinada que nos muestra que todo tiene un inicio azaroso, luego una fase de crecimiento exponencial, hasta que se alcanza el plateau y llega la decadencia.

Que algo desaparezca, entonces, es un hecho natural. La humanidad, que se supone inteligente, aprovecha ese ciclo de vida para obtener beneficios económicos, sociales; en sentido llano, “satisfacer necesidades”.

La historia de la humanidad está jalonada con hitos que han dejado la marca indeleble del progreso. También en la Argentina.

Pero quienes habitamos estas pampas parecemos empeñarnos en contradecir la naturaleza de las cosas.

Sin entrar en el detalle no menor de las causalidades, lo concreto es que nos hicimos expertos en intentar modificar la curva, en lugar de aprovechar a pleno la fase ascendente. A veces, cortando las brevas inmaduras. Otras veces, directamente firmando el acta de defunción a pesar de la presencia de signos vitales.

La historia y el presente de la ganadería argentina subraya estos rasgos de nuestra humanidad con gruesos trazos de evidencias.

Como recordábamos la semana pasada en esta columna, los hitos de la primera epopeya de las pampas reverberan en la botella del Criadores, con las cabezas de los toros fundadores. Tarquino, Virtuoso y Niágara. La revolución genética. El alambrado, el molino, las aguadas, organizándose en estancias. Los gringos con sus arados, la alfalfa. En treinta años se creó una enorme riqueza, convirtiendo los pajonales del desierto en un vergel, el baby beef llegando a Liverpool en buques frigoríficos. Como subproducto, fuimos granero del mundo.

La ciudad de Buenos Aires exhibe en sus lugares más bellos y emblemáticos la forma en que aquella riqueza difundió por toda la sociedad. También Rosario.

Las ruinas de los viejos frigoríficos, las malterías y los molinos muestran que aquí había industria desde mucho antes de que se nos ocurriera forzar otro desarrollo industrial. Alguien empezó a pensar que la modernidad era hacer otra cosa.

Pero la realidad siempre se subleva, como dice Jorge Castro. Ahora, viene el congreso de Aapresid, bajo el sugerente leit motiv de la “Resiliencia”. Es la capacidad del Ave Fénix, que resurge de sus cenizas. La agroindustria argentina, en particular su ganadería, tiene una enorme resiliencia.

Hace cuarenta años, cuando me iniciaba en estos menesteres, la Argentina lideraba todavía las exportaciones mundiales de carne. Desde entonces, no paramos de caer. El plano inclinado se fue empinando y, en la década pasada, entramos directamente en tirabuzón. Ya sabemos esto. Cambiamos.

Esta semana, la Rural generó un hecho formidable. Más de veinte entidades de toda la cadena de proteínas animales, se sentaron en el estrado y pegaron un puñetazo en la mesa.

Basta de decadencia. Consenso enorme acerca de las posibilidades de crecimiento. Convicción de que los mercados están listos, y que los escasos nubarrones que se presentan en el horizonte global (cambio climático, bienestar animal, tendencias del consumo) se pueden disipar con buenos argumentos y la imagen de estas pampas que el mundo añora.

Fue muy fuerte la foto del ministro de Agroindustria, Ricardo Buryaile, con los veinte representantes de los eslabones que componen esta cadena de valor de 20.000 millones de dólares. Desde los trabajadores hasta los exportadores, pasando por criadores, engordadores, agentes comerciales, supermercados. El negocio con el que la Argentina se hizo viable está vivito y coleando.

Pero hay que hacer los deberes. Orden es progreso. Todos, y cada uno, saben de qué se trata.