La agroindustria argentina debe seguir agachando la cabeza para financiar al resto de los sectores económicos. Ezequiel Tambornini

Comparaciones entre el agro versus el sector petrolero.
No son pocos los que creen que la Argentina cambió en las últimas semanas por el hecho de haber desalojado a un ejército de ocupación obstinado en sojuzgar a la población no colaboracionista por cualquier medio.
Es cierto. No es para desestimar haberse librado de semejante carga. Pero la Argentina sigue siendo la misma de siempre. No cambió nada. Volvimos en seguida a ser lo que siempre fuimos.
El ministro de Energía y Minería, Juan José Aranguren, decidió mantener –tal como había prometido el candidato presidencial kirchnerista Daniel Scioli– el megasubsidio petrolero financiado por los consumidores argentinos (ironía majestuosa: el único CEO que se jugó entero para combatir al ejército de ocupación terminó aceptando la lógica kirchnerista).
El precio pagado a las petroleras por cada barril refinado en el mercado interno fue fijado en 67,5 u$s/barril para el crudo proveniente de la cuenca Neuquina y en 54,9 u$s/barril para el chubutense; este último además recibirá 10 u$s/barril al exportarse.
Semejante medida –una auténtica burrada en pleno derrumbe del valor internacional del crudo– hará prácticamente inviable cualquier esfuerzo por controlar en el corto plazo la inflación, que fue, precisamente, uno de los instrumentos predilectos del ejército de ocupación kirchnerista para pauperizar a la población.
Si esa misma política de subsidios se aplicara, por ejemplo, al sector agrícola, los productores –considerando el valor de paridad de importación del crudo– podrían actualmente estar vendiendo soja a un valor del orden de 390 u$s/tonelada en los lugar de 238 u$s/tonelada. Y la compensación para tamberos, además de no tener una fecha de vencimiento de tres meses, sería de 1,70 $/litro en lugar de los 0,40 $/litro.
Seguramente existen medidas mucho más racionales para cuidar los empleos y la infraestructura del sector petrolero hasta que el valor internacional del crudo recupere posiciones. Pero los funcionarios a cargo optaron por hacer la plancha.
El concepto intelectual detrás de tales medidas es más doloroso que los efectos perniciosos que provocarán. El metamensaje es que todos los participantes de la agroindustria deben seguir agachando la cabeza para financiar a ensambladores de lavarropas, armadores de automóviles, elaboradores de indumentaria y –ahora también– petroleros que viven de empomarse a los consumidores argentinos a cambio de productos y servicios obsoletos en buena parte del mundo civilizado.
Europa pudo salir adelante después de la Segunda Guerra por las toneladas gigantescas de dólares volcadas en esa región por EE.UU. (busquen Plan Marshall en Google). Mauricio Macri volvió de Davos con muchas promesas, fotos de ocasión y palmaditas en la espalda.
La realidad es que nuestra fuente de divisas –nuestro empleo en el mundo– sigue dependiendo del esfuerzo de los trabajadores de la cadena agroindustrial (y de que además llueva bien y en los momentos adecuados).
La mala noticia es que –como se viene advirtiendo hace años– se acabó la era de los commodities. Ya no podemos vivir todos de las materias primas: tenemos que trabajar más para exportar alimentos elaborados. Pero eso requiere integrarse comercialmente con las principales naciones del mundo. Y para eso es indispensable desactivar a los truchos disfrazados de industriales. Un círculo vicioso.
Pisar la cabeza de los que producen las divisas que necesita la economía argentina para funcionar, con la excusa de que eso es necesario para financiar a los sectores menos favorecidos, es la fuente de todas las crisis argentinas. Si ese es el camino, sólo queda esperar que, luego de un ciclo de auge, estancamiento y desesperación, aparezca nuevamente, en algún momento, un nuevo grupo de cleptómanos, psicópatas y oligofrénicos que, cargados de promesas, vuelvan a sojuzgarnos a todos. Carpe diem.