El clientelismo, expresión de una política corrompida. Jorge Ossona

HORACIO CARDO

Episodios como el de Tucumán vuelven a poner sobre el tapete dos cuestiones correlativas a nuestra cultura política: el “fraude” y el “clientelismo”, contiguamente asociadas. Ambas son lo suficientemente vastas como para que debamos escoger solo una: en este caso, el clientelismo.
La idea de que un grupo de personas vinculadas al poder manipulen la voluntad autónoma de un ciudadano especulando con sus necesidades básicas insatisfechas motiva indignación en cualquier persona decente. El clientelismo, desde esta perspectiva, no sería más que el abuso de un poderoso respecto de un desvalido. La irritación a veces se amortigua en nombre de algunas concesiones altruistas o beneficentes. Ambas miradas son, sin embargo, parciales y ceñidas a una mirada demasiado moralista. El análisis histórico y su proyección contemporánea pueden ofrecer perspectivas alternativas que suelen incomodar a las mentes bienpensantes: uno de los aspectos antipáticos y poco amables de nuestro oficio.
La geografía de nuestro país es amplia y multifacética en el orden social y cultural. En provincias y municipios del Interior pobre las prácticas de patronazgo existieron a lo largo de todo el siglo XX por ser el empleo público la fuente laboral predominante en zonas asediadas por el subdesarrollo. Las cosas fueron parcialmente diferentes en el Litoral genérico. El ideal del ciudadano autónomo procedente de la concepción democrática moderna emanada de la Ley Sáenz Peña fue allí siempre más verosímil; aunque el sentido del voto nunca fue el mismo ni para todos los sectores sociales, ni a lo largo de las sucesivas etapas históricas desde 1912.
El peronismo supuso una modificación respecto del espíritu liberal de aquella legislación. El sufragio individual fue concebido como un dispositivo legitimador más entre muchos otros; y no precisamente el más valioso. La plaza o el apoyo de las corporaciones sindicales simulaban de modo más fidedigno la pretendida unanimidad aspirada por el Líder. Luego de 1955, la interrupción sistemática del orden constitucional deterioró su valor legitimador también entre los antiperonistas temerosos del retorno del régimen destituido. Las utopías revolucionarias de los 60 y los 70 contribuyeron en el mismo sentido, al juzgarlo un despreciable instrumento burgués solo útil táctica y circunstancialmente.
Luego de la orgía de violencia y terror estatal de los 70, la instauración democrática de 1983 pareció significar por fin el retorno definitivo del espíritu saenzpeñista. Sin embargo, a lo largo de los 80 fue emergiendo una nueva torsión -en principio, poco visible- procedente de la aun poco difundida realidad de la pobreza estructural. Las dirigencias políticas, sobre todo municipales, debieron emprender el trabajoso aprendizaje de negociar el voto menos con individuos que con agregados de diversa naturaleza unidos por las necesidades imperiosas de la subsistencia. La universalidad de la ciudadanía social cedió a las respuestas minimalistas focalizadas, formales o informales, en las que la representación corporativa sindical fue reemplazada por la socioterritorial con sede en los barrios. La nueva beneficencia cobró valor electoral y fue fraguando en cultura política.
Conforme las condiciones socioeconómicas profundas se resistían a remitir, se plasmó en bolsas de comida, empleos públicos, espacios para el comercio ilegal en la calle, o zonas liberadas para la comisión de diversos delitos. Pero ese altruismo no se negociaba precisamente con masas mansas sino con aguerridos contingentes soldados por potentes jefaturas que abarcaban desde dirigentes vecinales hasta pastores, directivos de clubes deportivos, etc. Todos ellos compusieron el intrincado y complejo universo de los “punteros”, encargados de negociar recursos con dirigencias apremiadas por la insuficiencia crónica de dinero para financiar las políticas focales, insumo principal para el sostén de sus carreras políticas profesionales.
El ejercicio individual y secreto del voto fue, en esos segmentos sociales, solo aparencial. La dirigencia municipal negociaba no con individuos sino con referentes que, a su vez, debían hacerlo con sus seguidores organizados de acuerdo a complejos criterios jerárquicos. “Paquetes” de ciudadanos negociaban dura y astutamente fidelidad electoral por “canastas” de contraprestaciones que podían incluir bienes múltiples para sus diferentes estratos internos: cargos formales e informales en la burocracia comunal, planes, bolsas de alimentos, proyectos de urbanización y vivienda, tierras, espacios en la vía publica para el comercio o el delito, etc. Como la pobreza es plural, contingentes significativos logran arrancarle al poder muchas cosas; otros, muchas menos. Por caso, una barra de pibes marginales puede intercambiar su temible fuerza de choque, indispensable en una elección o movilización, por una bolsa de estupefacientes.
También en los grandes centros urbanos litoraleños, entonces, reaparecieron viejas prácticas llamémoslas “clientelares”. Pero sus actores son múltiples: el cínico y astuto operador de base al servicio del intendente suele ser también un intermediario a la defensiva frente a ciudadanías colectivas carecientes pero astutas y amenazantes. “Políticos clientes” apremiados por contingentes que aprendieron a negociar la “administración” de su pobreza a cambio de votos que sustentan sus privilegios corporativos: una realidad inversa a aquella imaginada por marcos teóricos abstractos o por el “bien pensamiento pobrista” en su vertiente crítica.
Jorge Ossona
Historiador y etnógrafo. Miembro del Club Político Argentino