El populismo cancela el debate político. Julio Montero

Los populismos latinoamericanos han forjado su programa sobre una promesa: producir el retorno de la política. Chantal Mouffe en En torno a lo político, afirma que el colapso de la URSS inauguró un período de despolitización, ya que el consenso sobre la supremacía de los derechos humanos, la democracia liberal y la economía de mercado hizo obsoleta la discusión ideológica. En este contexto, el retorno de la política significa un retorno de las discusiones sobre la justicia, la legitimidad y el bien común. La ciudadanía ya no está condenada a aceptar una única visión de las cosas y los fundamentos mismos de la vida en sociedad pueden revisarse hasta sus cimientos.
Hay tres condiciones indispensables para una discusión política auténtica. La primera es la amistad cívica. Es imposible discutir con otros si vemos sus propuestas como un intento solapado de engañarnos. La segunda es el rechazo del dogmatismo. A menos que estemos dispuestos a evaluar las cosas con una mente abierta, no habrá elección genuina sino una mera reafirmación de creencias invulnerables a la crítica. La tercera condición es la plena operatividad de instituciones representativas que canalicen la pluralidad de puntos de vista, haciendo posible el consenso y la negociación. 
El populismo socava estas condiciones. De acuerdo con Mouffe, la ideología populista aspira a dividir el espacio público en dos bandos que luchan por la hegemonía: uno de esos bandos encarna los valores de la igualdad, la inclusión y la justicia; el otro aspira a preservar los privilegios de los poderosos. Siguiendo la receta de Martín Laclau, los populistas sostienen que la clave del éxito consiste en construir una cadena de equivalencias en la que todas las causas justas queden anudadas al campo popular, mientras que todas injusticias se subsuman bajo un significante identificado con el anti-pueblo, el neoliberalismo o la derecha.
Esta confrontación anima toda la retórica populista. El proyecto “popular” representa la única interpretación posible del bien común y cualquier ideario alternativo no es más que una articulación de intereses espurios. A su vez, el adversario no es un conciudadano honesto que ve las cosas de otra manera, sino un idiota útil o un agente de los poderes concentrados, parte de una trama de mentiras, y lo que corresponde es delatarlo. A las “operaciones” y la propaganda destituyente solo cabe responder con intelectuales orgánicos y propaganda legitimadora. Así, el populismo sustituye la construcción colectiva del bien común por la aceptación ciega de una verdad revelada; la militancia a favor de la causa popular reemplaza al debate de ideas; el desprecio por el adversario toma el lugar de la fraternidad; y el debate parlamentario se vuelve un ritual vacío, que simplemente expresa la correlación de fuerzas.
El populismo representa así la cancelación más radical de la política. Bajo su lógica no hay varias opciones legítimas entre las que podamos elegir. No hay una bien común que podamos construir colectivamente a través del intercambios. No hay diversos caminos transitables para hacer realmente iguales a los iguales. Hay sólo una verdad; el resto es engaño. Más que un retorno de la política, el populismo representa un retorno del pensamiento único.
Julio Montero
Docente (UBA), investigador del Conicet y miembro del Grupo de Filosofía Política de Buenos Aires