La economía argentina no admite más desvíos. Editorial LA NACION


Más que nunca, son imprescindibles medidas de fondo para achicar el gasto público y cumplir con las metas de reducción del déficit fiscal


La crisis cambiaria y la desconfianza del mercado terminaron con la gestión al frente del Banco Central de Federico Sturzenegger, quien fue reemplazado por Luis Caputo, al tiempo que el ministro Nicolás Dujovne ha pasado a concentrar los ministerios de Hacienda y de Finanzas. La salida del titular de la entidad monetaria se vio precipitada por la devaluación del jueves, que superó el 6%, y por un largo desgaste, al que no fueron ajenas las discrepancias con el equipo económico del Gobierno.

Es probable que en los últimos meses haya habido errores por parte de la conducción del Banco Central. Pero antes de formular cualquier juicio, no debería dejarse de tener en cuenta que cualquiera que presida esa institución poco podrá hacer por la salud de nuestra moneda si está obligado a lidiar con un prolongado descontrol de las cuentas fiscales, en cuyo feroz desequilibrio se encuentra la principal causa del proceso inflacionario que sufre la Argentina.

Resulta claro que la presente crisis económica del país no se inició hace dos meses, con la corrida cambiaria, ni hace dos años, como lo pretende hacer creer el nuevo relato kirchnerista. Es, por el contrario, el resultado de una vieja cultura populista que concibe que un Estado puede gastar eternamente mucho más de lo que recauda y que, si no se recurre a la emisión espuria de moneda, puede vivir de prestado hasta que su deuda se torne impagable y se suceda un cimbronazo financiero tras otro, alimentando la desconfianza, alejando a los inversores y asfixiando la actividad productiva.

También es necesario recordar que, incluso con cepo a la compra de dólares y congelamiento de tarifas, durante la mayor parte del gobierno de Cristina Fernández de Kirchner asistimos a niveles de inflación muy semejantes a los actuales, como producto del gigantesco déficit fiscal que se pretendió financiar con emisión de moneda y de un Banco Central que actuó como un mero apéndice del Poder Ejecutivo. Solo la escandalosa intervención del Instituto Nacional de Estadística y Censos (Indec) podía ocultar esa realidad.

El gobierno de Macri no le habló a la ciudadanía con la suficiente claridad sobre la pesada herencia recibida ni bien llegó al poder. Hoy ya es muy tarde, por lo que está pagando duramente los costos de esa deficiente comunicación y de un sinceramiento de variables económicas impuesto por un mercado que dejó de creer en un gradualismo que juzgó excesivo.

La gestión gubernamental actual no se salvó de cometer errores. El Presidente de la Nación prefirió atomizar el manejo de la política económica en media docena de ministerios, como los de Hacienda, Finanzas, Trabajo, Transporte, Producción y Energía (en estos dos últimos ayer fueron reemplazados sus titulares). En rigor, se debería pensar en avanzar hacia una reforma ministerial profunda que reduzca el número de carteras.

Ese grado de dispersión no tardó en provocar dudas, en tanto que la inexistencia de un ministro de Economía expuso peligrosamente la figura del primer mandatario.

Del mismo modo es cuestionable que el Gobierno no haya aprovechado el apoyo ciudadano inicial y el recogido en las elecciones de medio término para profundizar la reducción del gasto público, de la manera que parece decidido a encararlo ahora. Los funcionarios del Poder Ejecutivo creyeron en demasía en las supuestas bondades del endeudamiento externo en tiempos de tasas de interés internacionales muy bajas. Los dólares que el Tesoro obtenía en el mercado para financiar el gradualismo eran cedidos al Banco Central, que emitía pesos que, a su vez, eran esterilizados mediante licitaciones de letras (Lebac), que pronto llegaron a representar una suma sideral: 1,3 billones de pesos, colocados a tasas de interés también siderales, que hoy superan el 40% y constituyen un problema adicional para la salud financiera del país.

Es probable que entre el equipo económico gubernamental, liderado ahora por Dujovne, y el Banco Central, a cargo de Caputo, exista a partir de ahora una sintonía que no se vio en los últimos meses. Esa colaboración no podrá confundirse con sumisión de la entidad monetaria al gobierno nacional, un vicio al que lamentablemente nos hemos acostumbrado los argentinos a lo largo de demasiados años. Es vital que la independencia del Banco Central esté garantizada.


Los desafíos de la nueva conducción de la entidad monetaria son múltiples. El más inmediato es calmar al mercado cambiario, sin olvidar a la vez la función esencial de la entidad monetaria, que no es otra que preservar el valor de nuestra moneda; el segundo, desactivar la bomba derivada del pernicioso festival de Lebac; el tercero, bajar la inflación. Pero nada de eso podrá lograrse si el Poder Ejecutivo no toma decisiones de fondo para reducir drásticamente el gasto público y sus funcionarios no se esfuerzan por derribar el mito de que ese gasto es inflexible y, por lo tanto, irreductible.

Será fundamental, en adelante, no desviarse de las nuevas metas en materia de reducción del déficit fiscal. Pero no pensando exclusivamente en los compromisos asumidos con el prestamista de última instancia que representa el Fondo Monetario Internacional, sino en la necesidad de terminar con un pensamiento mágico, propio del populismo, según el cual la escasez de recursos no debe limitar las decisiones de gasto, y en el que podemos encontrar el germen de nuestra decadencia.