¿Para qué sirve gobernar con mentiras y engaños? Marcos Novaro y Marcelo Birmajer

Cuando en febrero de 2015 Jorge Capitanich rompió ante las cámaras dos notas de Clarín, argumentó que en ellas estaba la prueba de lo que su gobierno venía diciendo desde hacía años: “Clarín miente”. A las pocas horas, sin embargo, la fiscal Viviana Fein — de quien no se podía sospechar animosidad contra el kirchnerismo-, lo desmintió: lo que Clarín había informado sobre escritos de Nisman para un eventual pedido de detención de Cristina Kirchner y varios de sus colaboradores era cierto. Capitanich nunca lo reconoció, ni pidió disculpas, ni pegó con cinta adhesiva el diario hecho picadillo, siguió repitiendo el auto de fe de la comunicación K, una “verdad sellada” contra cualquier evidencia.
Evidencia que sobraba en cambio contra los medios adictos a ese gobierno, que no habían querido ver una pizca de corrupción en sus funcionarios, se habían negado a publicar datos y noticias incómodas para ellos en ese y otros terrenos, y dado eco a acusaciones contra figuras de oposición que se probaron luego por completo falsas.
El divorcio entre la propaganda oficialista y la realidad hizo cada vez más ruido a medida que el dominio kirchnerista se prolongó: no podía ser de otro modo si el Indec se empecinaba en informar que la pobreza rondaba el 5% de la población y la indigencia había casi desaparecido.
Pero el gobierno no tenía ningún problema en seguir difundiendo con todo el poder del Estado el “Clarín miente”. Hacerlo tenía su lógica: el negacionismo era el último salvavidas al que podía aferrarse para que no se derrumbara todo su edificio.
Tras el paso de tres gestiones sucesivas de este tenor es oportuno preguntarse: ¿tenemos un sistema de medios más potente y diverso o más dependiente y faccioso? Una porción del mismo, el profesional y libre, aunque acotado por la pérdida de muchas empresas, sobrevivió y en muchos casos logró hacer cada vez mejor su trabajo, precisamente nadando contra la corriente impuesta por un poder fanático y abusivo.
En el resto del sistema de medios el balance es más oscuro. En varios casos, Canal 7, TDA, etc., para atraer audiencia monopolizaron transmisiones deportivas con un enorme costo fiscal y un grave perjuicio para las transmisiones de valor cultural, sectorial o incluso político. El reclamo de muchas universidades, gremios y ONGs a las que el kirchnerismo les ofreció la oportunidad de tener sus propias estaciones de radio o televisión en estos años, y producir programas financiados generosamente por Planificación Federal, es precisamente que la política oficial les impidió acceder con esta programación y sus producciones culturales en general a los medios estatales que tienen cobertura y llegada al público, como Canal 7, porque estos se saturaron de programas deportivos y propaganda oficial. A consecuencia de lo cual a aquellas instituciones se las condenó a gastar grandes cantidades de dinero en sostener estaciones que poca gente siquiera conoce.
En cuanto a las empresas privadas alineadas, al militantismo sectario se le suma un muy grave problema de sustentabilidad económica, también por la falta de público y la superposición irracional de contenidos y servicios. El kirchnerismo fue tan atolondrado como dispendioso: creó una multitud de medios que compitieron entre sí por la misma estrecha clientela de fanáticos oficialistas, produciendo contenidos muy semejantes. Lo que vuelve muy difícil imaginar un futuro para ellos una vez que el presupuesto estatal deje de ser su fuente de sustento.
El saldo es aún más grave para nuestros valores culturales y el ambiente en que se realiza la tarea periodística, y en el que el público accede y consume sus servicios. El kirchnerismo todavía hoy insiste en que “educó a la audiencia en la consideración crítica de los discursos periodísticos”, que sus programas de “contraperiodismo” alentaron a los ciudadanos a revisar la letra chica del pacto de lectura entre emisores y receptores, invitando a éstos a desconfiar de las segundas intenciones de aquellos, y enseñándoles cómo hacerlo. Pero suponer que algo de eso era desconocido por las audiencias argentinas es por un lado desmerecerlas. Y por otro lado sobrevalorar lo que realmente han transmitido los discursos oficiales al respecto: una visión maniquea de la tarea periodística, según la cual hay intereses, proyectos y opiniones “nacionales y populares”, que como son buenos merecen no sólo nuestra confianza sino que ignoremos todos los atropellos, la corrupción y las mentiras que puedan acompañarlos; y otros “antipopulares” que no sólo no tienen nada útil que decir.
Aunque destructiva de la información pública, de las mismas condiciones de existencia del espacio público y por tanto de la convivencia democrática, ¿fue eficaz esta política de comunicación?, ¿Logró su meta de imponer un “relato” que apuntalara el consenso a favor de las autoridades?
Se ha dicho que la “fórmula del éxito” del kirchnerismo fue “soja + relato”, pero creemos que es bastante discutible la utilidad de este último: porque al reducir toda comunicación a propaganda empobreció el vínculo del gobierno con la sociedad, horadó su propia legitimidad, y a la postre terminó haciéndole tanto mal a sí mismo como el que hizo al periodismo y a la disidencia.
A este respecto los kirchneristas parecen haber dado vuelta la frase de Voltaire: pusieron en riesgo su poder y su obra con tal de que el que pensara distinto no se expresara.
Dejan así involuntariamente y muy a su pesar una buena lección: gobernar con mentiras, a la larga, no es recomendable.
Marcos Novaro
Sociólogo
Marcelo Birmajer
Escritor
Autores del libro “Grandes y pequeñas mentiras que nos contaron. La guerra contra la prensa. Qué nos dejan doce años de acoso al periodismo”, Planeta, 2015.