A dónde va Brasil Jorge Fontevecchia

Nadie sabe si Brasil va a un escenario con un candidato como lo fue Héctor Cámpora, que se limite a decir que quiere ser presidente nada más que para que vuelva Lula. Mientras Lula desde la prisión, como lo hizo Perón desde el exilio, mande mensajes al pueblo que agigantarían su figura al estar proscripto. Cámpora asumió como presidente en mayo de 1973 y renunció en junio para que se celebraran las nuevas elecciones que ganó Perón, ya habilitado para ser candidato.

Lula no mintió cuando ayer dijo: “Cuanto más me atacan, más crece mi buena relación con el pueblo”. A comienzos del año pasado su intención de voto era del 16% y ahora alcanzó el 36%. Y además, ayer agregó: “Ustedes van a ver que voy a salir de esta. Saldré más grande, más fuerte y más inocente. Cuántos más días me dejen preso, más Lulas van a surgir en este país”.

Tampoco se sabe si, por el contrario, la prisión de Lula puede llegar a ser el fin del PT como máquina electoral imbatible. Y si la izquierda laborista brasileña, hija tardía de la Guerra Fría del mundo bipolar surgido de la Segunda Guerra Mundial, se encamina a una lenta transformación o insignificación.


Pero si el regreso de Lula a la vida pública no tuviera retorno, tampoco se definiría hacia dónde va Brasil. Puede ir hacia el candidato Jair Bolsonaro, un ex oficial del ejército que reivindica la última dictadura militar (1964-1985), que está a favor de la tortura para resolver casos de tráfico de drogas y secuestros, de la castración química voluntaria de los violadores y que además condena públicamente la homosexualidad. Bolsonaro está a la derecha del militar argentino Aldo Rico.

Bolsonaro hoy duplica en intención de voto a los otros candidatos que se reparten las representaciones del centro a la izquierda: el gobernador de San Pablo, Geraldo Alckmin, candidato de la ortodoxia política; el partido PSDB del ex presidente Fernando Henrique Cardoso; la líder ecologista Marina Silva, que ya fue candidata presidencial en las dos elecciones anteriores; Ciro Gomes, del Partido Socialista, el más beneficiado en las encuestas por la proscripción electoral de Lula, y el posible candidato de PT, Fernando Haddad.

Brasil podría, en ese caso, ir en el camino opuesto a Bolsonaro porque, en un eventual ballottage hay más afinidad entre los votantes de Alckmin, Silva, Gomes y Haddad, y la suma es mayor que los votos del candidato de derecha. Pero además, siempre queda la posibilidad de que emerja con fuerza un candidato que simbolice la representación del mani pulite brasileño, que se inició con la sentencia, en 2012, del Mensalão (sobresueldos mensuales que cobraban los políticos en negro) y siguió con el Lava Jato, del juez Sergio Moro. Se especula con la candidatura del ex presidente del Supremo Tribunal Federal, Joaquim Barbosa. De ser electo, Barbosa sería el primer presidente negro de Brasil.

Una demostración de la confusión con la que Brasil irá a la urnas en octubre es que algunos votos de Lula, ahora que no podrá ser candidato, pasaron a Bolsonaro. Subió de 17% a 20%. La explicación puede estar en que al fin de la era de la ideología, que ordenó el mundo durante 52 años, entre el comienzo de la Segunda Guerra Mundial, en 1939, y la caída de la ex Unión Soviética en 1991, le tenía que suceder el envejecimiento de los líderes hoy vigentes, que en su juventud fueron educados dentro de ese paradigma bipolar.

En La estructura de las revoluciones científicas, Thomas Kuhn explicó cómo fue necesario que muriera toda la generación educada con la física de Tolomeo para que fuera aceptada la cosmogonía de Copérnico.

Ese orden bipolar en Latinoamérica significó que hubiera simultáneamente dictaduras militares anticomunistas promovidas por los Estados Unidos y movimientos revolucionarios violentos o pacíficos pero antinorteamericanos. El mundo de hoy ya no es aquel ideológicamente cargado, es otro, con múltiples intereses divergentes, un mundo en el que las grandes potencias sustituyeron la lucha ideológica por la competencia comercial.

El discurso de Lula ayer en el edificio del sindicato de los metalúrgicos, en el conurbano de San Pablo, fue netamente clasista: los ricos no quieren que los pobres progresen. En el siglo XXI, sin embargo, la lucha de clases dejó de ser el conflicto ordenador.

Como todavía no surgió una ideología que vuelva a capturar el espíritu de la época, en muchos países se sigue mirando la política con los filtros de las antiguas categorías del siglo XX, aunque esas ideologías no configuren las relaciones sociales. Brasil, que más que un país es un continente, refleja esa disfunción llevada al paroxismo.