El cambio depende de la sociedad.

Enrique Valiente Noailles LA NACIÓN - 02/11/2016

La transformación de fondo que se impuso en las urnas no es tarea exclusiva del Gobierno; se necesita además la persistencia de los ciudadanos 

¿Hacia dónde va la Argentina? Estamos acostumbrados a examinar esta pregunta concentrándonos en lo que hace el gobierno. Y es una parte decisiva de la respuesta. Pero desde el advenimiento de la democracia, los gobiernos son la punta del iceberg de una sociedad que oscila en cada momento histórico en la priorización de sus valores. La masa sumergida es la sociedad que da un mandato según lo que primariamente la preocupa. Esa masa es a la vez el témpano contra el que ha chocado el Titanic argentino una y otra vez. Porque se trata de una sociedad cambiante, que mantiene una alta volatilidad en sus prioridades y que entroniza por épocas algunas que ignoraba hasta hace poco, o a la inversa. Parecerían ser esas corrientes subterráneas de valores -y su tiempo de persistencia- las que deciden nuestro destino más que las aguas que agita cualquier gobierno en la superficie.

En esta volatilidad yace una de las trampas de nuestra historia.

Pero es a la vez relevante la pregunta acerca de lo que significa el gobierno de Cambiemos luego de casi un año. ¿Está liderando un cambio en la sociedad o es la sociedad la que lidera el cambio a través de él? En todo caso, más allá de quién lidera el proceso, cualquier intento de cambio duradero requiere estar sostenido por la sociedad. La tarea del Gobierno es poner en práctica ese mandato a la velocidad justa, antes de que un nuevo ciclo valorativo tome las riendas y vuele por el aire los previos intentos de cambio. La tarea es poner en práctica el mandato de la mayoría silenciosa antes de que ella pierda la persistencia en su elección. El éxito del Gobierno parecería jugarse en recordar día a día a la sociedad, en el espejo de sus acciones, el mandato recibido.

En esos peligros de súbitos virajes puede verse una de las consecuencias silenciosas y devastadoras del populismo que vivimos desde hace años. Al ser un narcótico de corto plazo, lo que hace esencialmente es corroer la paciencia de las sociedades que toca. Tiene el efecto de erosionar la voluntad de postergar cualquier gratificación inmediata a cambio de un bien mayor mediato, es decir, devuelve los criterios colectivos al ámbito de incentivos con los que se maneja la infancia. Este efecto disolvente de la perseverancia hace que no haya entrenamiento para soportar el sacrificio de un cambio. En esta línea no deja de ser curioso que nuestro papa, un gran líder religioso, abrace a su vez la fe populista. Porque su prédica celestial está esencialmente orientada a evitar los narcóticos de corto plazo a la vista de una salvación de largo. Sin embargo, en el ámbito terrenal, privilegia los narcóticos de corto plazo y con ello asegura la condena de largo.

El dolor del crecimiento, en la vida personal o comunitaria, es inevitable, pero se atraviesa cuando se percibe un sentido. El problema es que nuestra sociedad ha padecido hasta ahora una gran cantidad de dolor sin sentido, al tope de la cual se encuentra una inexplicable pobreza por encima del treinta por ciento, consecuencia de los ciclos centrados en escamotear los problemas en vez de enfrentarlos. Por lo tanto nos cuesta identificar los costos que tienen valor y los que no. Mucho se juega en la comprensión que tenga la mayoría acerca del objetivo que persigue el Gobierno de cambiar este dolor sin sentido por un sacrificio que lo tenga. Y si da la impresión de que no avanzamos como sociedad es porque existe una oscilación, una dicotomía y un vaivén valorativo que va de un lado al otro, en vez de generar como resultante una línea ascendente hacia el futuro. Después de ignorar abiertamente durante más de una década la corrupción, la inseguridad y la criminalidad encarnada en el Estado, de golpe se votó a Cambiemos con el expreso mandato de revertir estas cuestiones.

Al gobierno anterior, al que la sociedad y los empresarios que hoy sienten alivio aplaudieron con terror y entusiasmo a la vez, se le investigan ahora más de 60 casos de corrupción. Algo que los seguidores más líricos del kirchnerismo tratan de minimizar aludiendo a aquellas "rajaduras por donde el concepto de corrupción entró como un mar embravecido por las brechas de un antiguo navío". Pero ni García Lorca podría eclipsar el cinismo desnudo de quienes comandaban el navío, un gobierno que en nombre de los pobres planificó y ejecutó el robo de millones de dólares a esos mismos pobres. A nadie extrañan las firmas de Néstor Kirchner falsificadas en los libros societarios de la familia, que no es otra cosa que la reproducción en la intimidad de una práctica pública, ya que su gobierno fue una masiva falsificación del progresismo y la democracia. Pero si la ceguera voluntaria de unos pocos no es preocupante, sí lo sería que de a poco se gestara nuevamente una indiferencia a estas cuestiones por parte de la mayoría.

Pero a la vez hay una reflexión todavía no concluida, que tiene que ver con lo inerme que todavía parece estar nuestra sociedad, luego de 30 años de democracia, a los experimentos corruptos y autoritarios de los que salimos hace menos de un año. A menos que los veamos justamente a la inversa y que no haya inocencia nunca en lo que ocurre. Porque tal vez sea el microautoritarismo y la microtransgresión agregada de nuestra sociedad la que cada tanto se expresa en una forma que la consolida en la cima, como fue el caso del kirchnerismo. Si esta lectura fuera cierta, no sería el mercado blanco de la ley lo primario que produce nuestro mercado negro del comportamiento. Nuestra paralegalidad no sería un derivado, no sería una segunda naturaleza, sino la naturaleza primaria de la que se desprende, en los momentos en que quedamos exhaustos, nuestros intentos esporádicos de organizar una legalidad.

Lo que necesita la Argentina se visualiza con claridad en las diversas luchas de María Eugenia Vidal contra la mafia cancerígena de la provincia de Buenos Aires. Pero esa lucha no tiene ninguna posibilidad de ganarse si el cuerpo sumergido del iceberg no la sostiene. La funcionaria con mejor imagen es la que se está encargando de llevar adelante una cirugía mayor de ese mundo delictivo y tenebroso. Esta es la escenificación de la asimetría de fuerzas con que estará enfrentada si no es masivamente apoyada por la sociedad. Tenemos que abandonar la superstición de que sólo un gobierno habrá de salvarnos, cualquiera que sea el altar ante el cual decidamos depositar nuestras expectativas. Todo se juega en el sostén valorativo que lo sostiene por debajo.

El problema es que la dicotomía es interna y no externa a la sociedad que atestigua esta lucha. Por eso la pregunta que encabeza el artículo es la que estamos todos contestando en estos meses, no sólo el Gobierno, y puede sintetizarse en si estamos ante un cambio de fondo o ante un vaivén adicional de la historia, que se prepara para volver al otro lado del péndulo apenas lo priorizado sea carcomido por otras variables. No sabemos aún si estamos construyendo peldaños hacia otro futuro o revolviendo la olla del statu quo. Ojalá estemos saliendo de la trampa de una sociedad que devora su destino antes de producirlo y que cuando elige algo echa a andar a la par el germen de su antagonismo.