Luces y sombras luego de diez meses de gestión. Daniel Artana

Aunque el año próximo debería ser mucho mejor que el actual, hay inconsistencias importantes en la política económica que tarde o temprano deberán ser corregidas. La dirigencia argentina parece atrapada dentro de un corset populista impuesto por el gobierno anterior. Un programa de desarrollo para los próximos años requiere romper lazos con ese populismo.


La herencia económica que recibió el gobierno el 10 de diciembre era muy pesada: elevada inflación, alto déficit fiscal, déficit externo creciente, default en la deuda pública, baja inversión, cepos y controles de todo tipo. En síntesis, era una economía que llevaba cuatro años sin crecer, con alta inflación y que mantenía artificialmente sus niveles de consumo usando las últimas reservas del Banco Central que quedaban disponibles. El nuevo gobierno avanzó rápidamente en algunos frentes y más despacio en otros. Por un lado unificó con éxito el mercado cambiario y fue removiendo la mayoría de las restricciones que había para operar en el mismo. También, llegó a un acuerdo razonable con los acreedores, lo que permitió al gobierno nacional y a las provincias acceder al crédito internacional a tasas mucho más bajas que las que pagaban en años anteriores. Además, modificó de cuajo la política monetaria, al reducir el ritmo de expansión de la emisión (aún a pesar del “monetary overhang” heredado de la gestión anterior y de la emisión por las pérdidas en el mercado de futuros) e imponer una tasa de interés que pretende ser positiva en términos reales. 

En forma mucho más pausada, pero en el sentido correcto, se redujeron los controles a los precios y se modificaron los controles a las importaciones, reemplazando las DJAI por licencias no automáticas para algunos productos. En el frente fiscal, se optó por anunciar una reducción muy gradual en el déficit primario (más tarde abandonada), al combinar reducciones de impuestos (retenciones, mínimo no imponible en ganancias e IVA para la canasta básica de familias de bajos recursos) con aumentos de gastos (programas sociales, devolución del 15% de la masa coparticipable a las provincias y reparación histórica a los jubilados) que fueron “financiados” por un apretón inicial en los pagos de obra pública y por los reajustes en las tarifas de servicios públicos. 

El impacto sobre la inflación y la actividad económica probablemente no fue el esperado por el nuevo gobierno. La tasa de inflación mensual se aceleró promediando algo más del 3.5% mensual durante los primeros 7 meses del año y el PIB continuó cayendo en la primera mitad de 2016 al mismo ritmo en que se contrajo durante el último trimestre del año pasado (medio por ciento), equivalente a una caída algo superior al 2% anual. Aún cuando la inflación de agosto en adelante promedie menos de la mitad de lo observado anteriormente, el año cerrará con un aumento en los precios del orden del 37%. Y aún cuando la economía inicie una tibia recuperación en el cuarto trimestre del año, el PIB caerá 1,6% en 2016. 

Proyecciones para 2017

El año próximo debería ser mucho mejor que el actual. La tendencia a la baja de la inflación núcleo que se nota desde mediados del mes de julio debería consolidarse, luego de varios meses de una política monetaria más dura y del menor impacto previsto de los aumentos tarifarios futuros (que porcentualmente serían mucho más bajos que los observados durante el primer semestre). 

Por su parte, la actividad económica debería reactivarse por el efecto positivo que, sobre el consumo, tienen los mayores pagos a jubilados y la mejora en el poder adquisitivo de salarios y jubilaciones derivada de la menor inflación; a ello se agrega el aumento previsto en la obra pública, algún derrame del blanqueo, perspectivas no tan negativas en Brasil y una mejora en la cosecha de algo más de 10 millones de toneladas respecto de la de 2015/2016. 

Existen algunos riesgos en esta proyección de corto plazo. El más importante es que los aumentos salariales que empiezan a negociarse de aquí en más no tengan en cuenta la reducción en la tasa de inflación proyectada. Es razonable esperar que los salarios reales se recuperen el año próximo, luego de perder entre 3 y 4 % este año, pero un planteo de 25% de aumento como han hecho algunos sindicatos para el semestre octubre-marzo, cuando la inflación va ser menos de la mitad, es inconsistente. Si se concretan y generalizan aumentos de ese tipo, o bien la inflación terminará siendo mucho más alta si el BCRA cede y relaja su política monetaria, o bien el receso se prolongará, si la autoridad monetaria es consistente con su objetivo de inflación pero empresarios y sindicatos no le creen y actúan en consecuencia. La necesidad de reformular la política económica. 

La necesidad de reformular la política económica

Cuando el foco se pone más allá del año electoral, hay inconsistencias importantes en la política económica que tarde o temprano deberán ser corregidas. Falta una visión de “equilibrio general” que contemple los efectos de las propuestas de cada área del Estado en la economía en su conjunto. 

Por un lado, la decisión de reducir casi imperceptiblemente el déficit fiscal y financiar la transición, en buena medida, con recursos que provienen del exterior (deuda externa o blanqueo) tiene efectos colaterales al atrasar el tipo de cambio real. Pero, además, la existencia de un déficit externo con la economía en receso y con baja inversión es una señal clara de que la economía consume por encima de sus posibilidades. En lugar de corregir ese desequilibrio, el gobierno adoptó decisiones que lo agravan: mayor consumo público, al aumentar el gasto en previsión social en más de un punto del PIB, lo cual deteriorará aún más la tasa de ahorro de la economía. En ese contexto, la recuperación de la tasa de inversión del escuálido 18.5% del PIB en que terminará en 2016 al 20%, como proyectamos en FIEL para 2018, será posible aumentando el déficit en la cuenta corriente del balance de pagos a 4% del PIB. Esa dependencia de fondos del exterior genera una vulnerabilidad no deseable a la economía. 

En materia de reformas estructurales los avances han sido escasos e incluso ha habido algunos retrocesos. En el haber, se está trabajando en un proyecto de reforma del costoso sistema de protección de accidentes de trabajo y, curiosamente, se ha avanzado más en medidas de desregulación en el Banco Central y poco en otras áreas de Estado. En el debe, se destacan la ley de autopartes -con incentivos fiscales de una generosidad inusual a pesar de mala experiencia internacional y propia de la Argentina respecto de la eficacia de este viejo instrumento de política industrial-, los subsidios temporales al upstream petrolero que recibe precios superiores a los de importación, o la dudosa eficacia costo-beneficio social de algunos proyectos de inversión (por ejemplo, soterramiento del Sarmiento, autopista ribereña, energías renovables). 

Es cierto que la oposición ayuda poco para encaminar la política económica. Un ejemplo es la propuesta de suspender importaciones de bienes de consumo por 120 días, cuando ya se aplican licencias no automáticas para productos denominados “sensibles”. Esta propuesta ignora que las importaciones de bienes de consumo representan un porcentaje mínimo del valor de ventas de la industria. Además se la trata de justificar como una forma de promover el empleo nacional cuando se trata de un mero reclamo oportunista. Simplemente basta con observar que la Argentina gasta en importaciones de bienes de consumo menos que lo que se eroga por hacer turismo en el exterior y es conocido que las actividades turísticas son más mano de obra intensivas que cualquier rama de la industria. 

El problema de la industria no es la supuesta apertura, que no es tal y que tampoco lo fue en la década del 90 cuando regían en la Argentina los mismos elevados aranceles que en otros países del Mercosur. Como en aquel entonces, el problema principal es el atraso cambiario que surge de una política de alto gasto estatal y alto déficit fiscal financiado con endeudamiento externo. En este sentido, la propuesta de los sindicatos docentes apoyada por algunos legisladores de aumentar el gasto en educación de 6% a 10% del PIB apunta en el sentido contrario a lo que requiere un mínimo de consistencia macroeconó- mica. Tampoco los impulsores de esta propuesta se han detenido en analizar la eficacia del aumento previo en el gasto público en educación de 4 a 6% del PIB. 

El crecimiento de mediano plazo de la Argentina requiere de mayor inversión y mayores ganancias de productividad. Con un sistema tributario anti inversión y altos impuestos en general que, a pesar de todo, no son suficientes para lo grar el equilibrio de las finanzas públicas, es evidente que se requiere reducir el peso del Estado en la economía como un requisito necesario para lograr concretar inversiones sin necesidad de utilizar los instrumentos que son típicos de un capitalismo prebendario (por ejemplo, incentivos fiscales y protección a medida). Y las mejoras de productividad requieren de mejoras en la calidad de la educación, de una economía abierta al comercio internacional y que se mantengan sólo las regulaciones necesarias y ejecutadas con eficiencia. 

La dirigencia argentina parece atrapada dentro de un corset populista impuesto por el gobierno anterior que se agotó al dejar de soplar aires externos cada vez más favorables que permitían disimular las consecuencias de poner el foco sólo en el consumo de corto plazo. Un programa de desarrollo para los próximos años requiere romper lazos con ese populismo. Para empezar algunas sugerencias de sentido común: no se puede resolver un problema de insuficiencia de ahorro promoviendo más consumo estatal, no se incentiva al sector privado a mejorar la productividad otorgando incentivos fiscales o subsidios o prohibiendo la competencia (nacional o importada), y no se resuelve el problema fiscal recortando impuestos y aumentando gastos.