Poniendo las cosas en su lugar. Hector Huergo

Hoy se inicia una Rural diferente. No sólo porque la entidad organizadora, la Sociedad Rural Argentina, celebra sus 150 años de vida, y ha decidido poner toda la carne en el asador. También, porque después de 14 años, un Presidente de la Nación volverá a acompañar esta gran manifestación del campo que agradece la ciudad.

Primer corolario: será un punto de encuentro, de convergencia necesaria, en un país donde el único negocio “sustentable” (para ponernos a tono con la moda) de la Argentina a través de su historia.

El discurso populista fue abriendo una grieta ideológica entre campo y ciudad, entre agro e industria, mucho antes de que la insólita era K utilizara la teoría de la confrontación como motor de la historia.

Terminamos esa etapa e iniciamos una nueva. Es fundamental ahora entender el nuevo paradigma.

Se percibe cierta confusión, incluso en el discurso presidencial, cuando alude permanentemente a que hay que dejar de ser “el granero del mundo” para convertirnos en “la góndola del mundo”.

La saga atrayente del “valor agregado en origen” se emparenta con la tan declamada “industrialización de la ruralidad”. Esta conceptualización exige una revisión profunda. Es de alto riesgo la idea de “primarización” que domina el ambiente.

Eduardo Olivera y quienes lo secundaron en la aventura de crear la SRA, en 1866, hablaban de “Industria Rural”. Ya en la Constitución del 53 se hablaba del derecho de ejercer “cualquier industria lícita”.

“Industria”, es transformar los recursos naturales. Así lo define hoy mismo la Real Academia.

Eduardo se había formado como ingeniero agrónomo en Grignon (Francia), y luego como Químico en Birmingham (Inglaterra). En “Misceláneas”, reproduce una carta que le enviara a su padre, en la que le contaba lo que había visto en el Royal Show de Birmingham. Describía con detalle la demostración del “arado de vapor”, que no era otra cosa que el primer tractor moderno. Una especie de locomotora que arrastraba los implementos de labranza, sustituyendo a los caballos o bueyes.

Era la modernidad. Trajo los merinos de Rambouillet, mientras sus pares importaban los toros fundadores de las razas británicas: Tarquino, Virtuoso y Niágara, que hoy lucen sus cabezas en la botella de un clásico whisky argentino.

Se mestizaron varios millones de vacas cimarronas. Ahora teníamos los mestizos, capaz de dar carne tierna, el famoso baby beef que podía llegar a Inglaterra en el recién inventado buque frigorífico de Tellier.

Antes, producíamos charqui. Carne seca y salada para los esclavos del caribe. No hacía falta ni raza ni pasto. Las vacas se reproducían alegremente al amparo de los pajonales.

Arreos, matadero y salazón. Fue una industria, que dio letra al primer cuento argentino, El Matadero de Esteban Echeverría, escrito en 1838.

Con el ganado refinado, valía la pena organizar la producción. Del campo natural y los arreos se pasó a las estancias, el alambrado, el molino, y el tanque australiano. Porque ahora no podían ir libremente al arroyo. Había que sembrar la alfalfa, para engordar los mestizos. Y para sembrar la alfalfa, primero hubo que refinar los suelos. Vinieron los gringos. Maíz, trigo, lino con alfalfa. Fuimos granero del mundo como subproducto del afán carnívoro de la Inglaterra de Dickens.

El verdadero valor agregado fue el desarrollo tecnológico, territorial y organizacional de toda la cadena. Desde la genética hasta los cuartos colgados en la bodega de un buque frigorífico navegando a Smithfield.

Nunca exportamos “productos primarios”. Mucho menos ahora, cuando todas las cadenas están atravesando la Segunda Revolución de las Pampas. La de la conquista tecnológica, que hace que en un litro de aceite de soja viaje chapa, pintura, y la 4x4 que se consumió en eso de convertir semilla en cosecha.