Timados por cacos toscos y ridículos. Pablo Sirven

Los argentinos necesitamos ver para creer, palpar con nuestros propios ojos los frutos de la corrupción para caer en la cuenta, cuando ya es demasiado tarde, de que aquí hubo un plan sistemático de expoliación del Estado que enriqueció a funcionarios corruptos, en el que colaboraron empresarios ávidos de pagar jugosas coimas con tal de hacer sus negocios.

Antes no habían alcanzado los tempranos llamados de advertencia de Elisa Carrió ni las pruebas y testimonios laboriosamente recolectados a través del tiempo por los periodistas de investigación.

La corrupción no es tan difícil de neutralizar en el Estado, pero sólo si suceden tres cosas: 1) voluntad política y mecanismos institucionales para cerrarle el paso; 2) un Poder Judicial que recibe y motoriza las denuncias en tiempo y forma, y 3) el periodismo profesional haciendo su trabajo en un marco de credibilidad y respeto social.

Nada de eso sucedió. Se mofaron de Carrió y la trataron de loca. Desacreditaron a la prensa que osó poner su lupa sobre el entorno oficial. Los que debían cuidar el patrimonio de los argentinos facilitaron el saqueo y se convirtieron en socios, en las sombras, de los depredadores. La Justicia miró para otro lado y cajoneó las principales causas.


Algo más agravó el daño: la permanencia durante 12 años y medio de una misma expresión política, que alentó ese modus operandi tan nefasto, prueba que los constituyentes de 1853 no estaban errados cuando fijaron un período presidencial de seis años sin posibilidad de reelección consecutiva. En Uruguay y Chile esa restricción subsiste en tramos aún más cortos (cinco y cuatro años, respectivamente). De esa manera no sólo produce una saludable rotación, que favorece el recambio generacional y de ideas, sino que corta los vicios de administraciones que se agravan cuando se enquistan y eternizan.

La sociedad también tiene una responsabilidad no menor. Durante los años del viento de cola y luego, en la etapa del consumo precario con estancamiento, hizo un seguidismo acrítico, casi hipnótico, de las consignas atronadoras del "modelo" transmitidas intensamente por la cadena nacional, el Fútbol para Todos y el aparato de medios adictos, alimentado hasta el 10 de diciembre con gruesa pauta oficial.


Esa anestesia social allanó la consumación de flagrantes excesos que, como siempre, terminamos pagando con angustiantes privaciones, en algún momento.

La fascinación por el descubrimiento de tesoros ocultos mal habidos funciona como una catarsis social contradictoria donde los sentimientos se confunden: estupor, enojo, vergüenza, por qué no algo de lascivia, humor y hasta buenas dosis de cinismo, máxime en una historia con tantos ribetes vodevilescos, como la del insólito José López .

No es la primera vez: la Revolución Libertadora, en 1955, procuró que la sociedad se escandalizara y asqueara al exponer públicamente joyas y regalos de Juan y Eva Perón.

Por mucho menos, en los 70, Raúl Alberto Lastiri recibió la condena social por exhibir su colección de 300 corbatas en la revista Gente, un chiste inocente al lado de los fabulosos latrocinios que se producirían en las décadas posteriores.

Era difícil pensar en marzo pasado, cuando se conoció el video de La Rosadita donde se contaban pilas interminables de dólares, que tal muestra de impudicia podría ser superada, tan pronto, por una historia tan rocambolesca, cuya extraña detonación ha dejado varias incógnitas por aclarar.

Pero el trasnochado raid de quien fue figura clave de la obra pública kirchnerista en el último cuarto de siglo no nos es ajena. Nos enfrenta a los argentinos con nuestras peores miserias: las que no quisimos ver. A la humillación nacional por el grosero robo, se suma que nos timaron personajes toscos y ridículos. No fueron ladrones de guante blanco. Faltaron los habilidosos, los cacos dotados, al menos, de algún ingenio para hacer su trabajo de apropiarse de lo ajeno. En su lugar se abrió paso una galería de personajes básicos e impresentables que tras llenar sus alforjas de billetes chocaron de frente con el problema de ni siquiera saber esconder bien el resto. No habrían llegado muy lejos de no contar con un cerrado respaldo institucional y una obsecuente red de comunicación que asordinó y ocultó la estafa. Colaboraron en el adormecimiento nacional periodistas, intelectuales y artistas, la mayoría, para decirlo con palabras de Juan Perón, "idiotas útiles", cuya función de claque fue aplaudir y parlotear sobre el "modelo" que supuestamente rescataría a tantos argentinos de la pobreza, mientras se consumaba el más atroz de los pillajes.

Ahora todo ese conglomerado sobreactúa compungido su sorpresa y asco al mismo tiempo que pretende presentar a López como la falla excepcional de un modelo inmaculado. Entre las estrategias de encubrimiento más alocadas, Hebe de Bonafini ganó por varios cuerpos, al pretender hacer creer que López es un "infiltrado" y no un veterano espécimen de pura cepa kirchnerista.

La palabra "infiltrado" no se oía desde los años 70 cuando la ultraderecha peronista salía a matar a los "infiltrados" del "movimiento" (otro vocablo que reflotó Bonafini). Macabra paradoja.

psirven@lanacion.com.ar