Macri abre el debate sobre el Estado que necesitamos. Luis Alberto Romero

El discurso del presidente Macri al Congreso Nacional tuvo algo novedoso: su diagnóstico sobre el país se centró en el Estado. Desde allí consideró los problemas específicos, como la inseguridad, la inflación, la educación, el narcotráfico o la pobreza. La novedad residió en establecer que el Estado, que es la herramienta necesaria de un gobierno, es en sí mismo un problema.  
No hubo mayor énfasis en las cuestiones institucionales; la corrupción quedó incluida en un conjunto de prácticas gubernamentales negativas: la mala gestión, la desidia, la irresponsabilidad. Se ocupó exclusivamente de los doce años kirchneristas, demoliendo con unas cuantas referencias y cifras, precisas y contundentes el mito de la “década ganada”. No fue más allá, pero eso bastó para colocar al Estado en la agenda. Ahora debemos desarrollarla.
En primer lugar, hay que darle al problema una dimensión histórica, pues aunque el kirchnerismo hizo mucho, los problemas vienen de antes. Idealmente, un Estado debe atender al interés general y contar con la potencia necesaria para hacerlo. El nuestro, fundado a fines del siglo XIX, fue resignando su potencia ante los grupos de interés organizados, sobre todo en la segunda mitad del siglo XX, cuando cada uno de ellos colonizó los ministerios, agencias y dependencias. El objetivo del interés general fue desapareciendo, sometiendo la acción estatal a la puja interna entre los diversos intereses.
En la década de 1970 comenzó un cambio profundo, que llega hasta el presente. Por razones diversas, por acción u omisión, todos los gobiernos que lo administraron contribuyeron a desarmar e inutilizar el Estado, abriendo el camino a su manejo discrecional. Esto se advierte en la gradual desaparición de sus agencias y de los funcionarios calificados, en la supresión de los instrumentos de control y en la destrucción de la ética de los funcionarios -tan esencial como la capacidad del experto-, sacudida primero por la cohabitación con el terrorismo estatal clandestino y luego por la exacerbación de la corrupción.
Hoy el Estado es casi incapaz de garantizar la vigencia de la ley y de prestar adecuadamente los servicios esenciales. Cada oficina es manejada por una pandilla enquistada, asociada con un grupo de interés, que ha llevado la corrupción simple al nivel de la cleptocracia. Una proporción importante de la población vive del Estado, a través de empleos y subsidios. Sobre todo, este Estado desmantelado permite que los gobiernos desarrollen políticas que, pese a beneficios ocasionales, en definitiva van en contra del interés general.
Reparar esto es una tarea digna de Hércules. Recuperar la eficacia de la administración es tarea de relojería fina. Pero además habrá que avanzar sobre derechos que cada uno considera adquiridos, por ejemplo los de quienes venden en La Salada mercadería de dudoso origen. Todo esto debe ser hecho en un contexto de falta de empleo y déficit fiscal descomunal, por un gobierno políticamente débil, que depende de la buena voluntad de aquellos a quienes debe reformar.
Si logra recomponer medianamente este rompecabezas, este gobierno se habrá ganado un lugar en la historia. Cuando esa meta se vislumbre, comenzará una discusión más profunda, que es habitual en otras partes del mundo. ¿Qué queremos que haga el Estado? ¿Dar vía libre a la iniciativa empresaria -abrir la jaula al tigre capitalista- o velar por el empleo, los ingresos la equidad social? ¿Se estimulará la libre iniciativa o se la subordinará a algunos objetivos colectivos, que habría que discutir? ¿Será más bien centralista o alentará el federalismo? ¿Cuál debe ser el lugar del Estado en la provisión de servicios básicos, como la educación y la salud? En cada caso, no se trata de elegir entre opciones extremas sino de alcanzar un puntos intermedio de equilibrio.
Son algunas de las cuestiones de una discusión hoy prematura, dado lo poco que hoy puede hacer el Estado. No lo es, en cambio, pensar en cómo se desarrollará el debate y quiénes serán sus protagonistas.
La Argentina tiene algunas malas experiencias de tecnocracias que se creían auto suficientes, y otras muchas de populismos de líder, que gobernaron día a día, sin planes consistentes. Hay que buscar un camino nuevo, que organice la participación de los distintos sectores y de lugar a las distintas voces, en un debate ordenado y productivo. El país tiene muchos núcleos de opinión y de acción social, que son fuertes y que deben ser fortalecidos integrándolos a la discusión. En esto la acción estatal es irreemplazable. No alcanza con tocar el timbre de los vecinos o con apelar a las redes sociales. El Estado debe llegar a ser el lugar en el que la sociedad reflexione sobre si misma, según la fórmula de Durkheim. Desde allí hay que lanzar y promover un diálogo continuo, que vincule a los gobernantes, los administradores, los representantes, los partidos, los intereses, las asociaciones civiles y en general la opinión. Toca al Estado articular las iniciativas sectoriales, estimulándolas sin regimentarlas.
Esas discusiones definirán políticas de Estado, a las que los gobiernos solo introducirán ajustes menores. Entonces los resultados electorales perderán el dramatismo que hoy tienen, y los gobiernos podrán concentrarse en gobernar y no en ganar la elección siguiente. Si esto se logra, tendremos un Estado.
Luis Alberto Romero
HISTORIADOR