Los
derechos de exportación –conocidos en Argentina como «retenciones»- son
tributos aplicados en aduana que gravan la venta al exterior de
distintos bienes, tomando como base imponible las cantidades declaradas
al precio internacional vigente. Se trata de gravámenes ad valorem pues su importe se obtiene mediante la aplicación de un porcentual
sobre el valor de la mercadería. Para los productos agrícolas incluidos
en la Ley N° 21.453 la referencia para su cobro es el denominado «precio FOB oficial»,
es decir, un valor promedio («índice») que calcula el Ministerio de
Agricultura a partir de un relevamiento diario entre los agentes que
participan de la actividad. Además de uniformar la carga impositiva,
estos precios FOB oficiales sirven para evitar la subfacturación de
exportaciones.
Suponiendo
que la curva de demanda externa es relativamente elástica y el país no
ejerce gran influencia sobre los precios internacionales, las
retenciones tienen el efecto de disminuir la cotización doméstica del
bien al que alcanzan. Este instrumento rara vez se utiliza con una única
finalidad. Si bien la cuestión fiscal ha sido históricamente la más
preponderante en nuestro país, no es propio soslayar la magnitud y
relevancia de sus efectos distributivos (de productores a consumidores,
del interior a los centros de consumo, etc.), cuya determinación e
importancia excede largamente el objetivo de este breve artículo.
Adicionalmente, estos tributos son utilizados también para generar tipos
de cambio diferenciales, en este caso reduciendo la paridad efectiva
que recibe el sector que exporta. Como equivalencia microeconómica, la
traslación de su efecto hacia atrás hace que funcionen en la práctica
como un impuesto a la producción con simultáneo subsidio al consumo (Nuñez Miñana, 1998).
Uno
de los aspectos más cuestionados de este gravamen es que en la práctica
funciona virtualmente como impuesto específico, en el sentido de que
recae solo sobre determinados bienes y no tiene en cuenta los costos de
producción y comercialización[i].
Esto le quita neutralidad y lesiona el principio de la capacidad de
pago. Además, en nuestro país estos derechos no están sujetos al sistema
de coparticipación federal, aunque desde hace algunos años el fisco
comparte una porción de la recaudación con las provincias a través del
llamado Fondo Federal Solidario. La experiencia internacional deja a la
Argentina como caso prácticamente único de castigo pesado y sostenido a
sus ramas productoras de bienes exportables.
La
historia de las retenciones y –en general- de la intervención del
estado en el comercio de exportación es de larga data en nuestro país.
En distintos momentos se ha recurrido a instrumentos de precio (i.e.
aranceles) o de cantidad (i.e. cuotas) que generan barreras que quitan
competitividad y dificultan el acceso a mercados. La consecuencia ha
sido un crecimiento de las exportaciones por debajo del potencial, drama
que suele presentarse como la clave del estancamiento argentino de
largo plazo (Díaz Alejandro, 1970).
Los
primeros antecedentes se remontan a la inmediata posguerra. En la
segunda mitad de la década de 1940 el gobierno reforzó el control sobre
el comercio exterior con la creación del Instituto Argentino de
Promoción del Intercambio (IAPI), organismo construido sobre la base de
la Corporación para la Promoción del Intercambio y la Junta Reguladora
de Granos, dos entidades creadas en la década precedente que
constituyeron experiencias preliminares de intervencionismo estatal en
la materia. Por aquel entonces, por distintas circunstancias se
respiraba un aire contrario a la apertura económica y al libre comercio.
Vazquez Presedo (1992) comenta que se encomendó al IAPI encarar la
comercialización externa de las cosechas argentinas «en sustitución de
organizaciones como Bunge Born o Dreyfus».
Este
organismo se creó por decreto en abril de 1946 y duró alrededor de una
década. Operaba como el único comprador de cereales y oleaginosas en el
mercado interno a precios fijados por el Estado. Su misión era
distribuir la oferta entre los distintos usos y colocar los excedentes
en el exterior, sustituyendo plenamente el mecanismo de mercado y
eliminando las señales de precio (se prohibió la operatoria de los
Mercados a Término y la fijación de precios a las Cámaras Arbitrales).
En la práctica, los efectos asignativos de esta experiencia fueron
similares a los de un sistema de derechos de exportación perfectamente
móviles, que aíslan totalmente al mercado local del internacional.
Posteriormente,
a fines de 1955 y en el marco de una muy frágil coyuntura económica, el
gobierno de la autodenominada «Revolución Libertadora» introdujo
derechos de exportación en forma transitoria por hasta el 25%,
incluyendo a las denominadas exportaciones tradicionales (cereales,
carnes y otros productos del agro). Este primer esquema sufriría
sustanciales modificaciones en los años siguientes. Los derechos de
exportación volverían a fijarse en diciembre de 1958, en ocasión del
lanzamiento del plan de estabilización del presidente Frondizi. Durante
ese año el sector agropecuario había estado sujeto a un sistema de
desdoblamiento cambiario, por lo que liquidaba la mayor parte de los
dólares que generaba vía exportaciones a un tipo de cambio comercial más
bajo que el del mercado libre.
A
lo largo de la década de los años sesenta el régimen de derechos de
exportación se ajustó en diversas ocasiones, aunque como regla general
las alícuotas se mantuvieron bajas. La finalidad del esquema era
principalmente contrarrestar el efecto de las mejoras graduales en el
tipo de cambio (durante la presidencia del Dr. Illia el signo monetario
se devaluó nueve veces, aunque no era enteramente fijo). Por ejemplo,
desde abril de 1965 las alícuotas vigentes fueron del 13% para el trigo,
9,5% a las carnes y 6,5% al maíz. Las retenciones volvieron a formar
parte central de un plan de estabilización en marzo de 1967, cuando el
ministro Krieger Vasena introdujo una serie de medidas que incluyeron la
devaluación del peso de 280 a 350 unidades por dólar estadounidense y
la aplicación de derechos aduaneros de entre 20 y 25%, que se reducirían
en forma gradual. Esta experiencia sería reconocida posteriormente como
una «devaluación compensada», pues incluyó también una disminución de
los aranceles a la importación (Mallon y Sourrouille, 1973).
La
economía profundizó su inestabilidad en los primeros años de la década
de 1970 y los derechos de exportación con frecuencia estuvieron en la
agenda de los planes económicos. Distintos ministros recurrieron a ellos
para mejorar la recaudación o desacoplar los precios internos de los
internacionales. Lo más saliente de este período fue, en 1972, la
introducción de «derechos especiales móviles» mediante la Ley N° 19.503,
estableciéndose que los mismos no podían exceder en ningún caso el 15%
del valor FOB. Estas medidas se aplicaron en simultáneo con cierres de
las exportaciones, con frecuencia recayendo sobre el mercado de carnes.
Posteriormente, el gobierno militar de 1976 eliminó inicialmente la
mayor parte de las barreras impositivas a la exportación, aunque las
volvió a introducir en 1982 durante la gestión del ministro Roberto
Alemann.
El
gobierno democrático del Dr. Alfonsín también recurrió a los derechos
de exportación para fortalecer las alicaídas arcas fiscales, aunque las
alícuotas aplicadas fueron decreciendo a lo largo de su gestión. Tras
eliminar totalmente las retenciones al trigo y al maíz en 1987 (se
mantuvieron para el complejo oleaginoso con diferencial arancelario para
los productos con transformación industrial), las volvió a introducir
en febrero de 1989, en el medio de otras acciones que buscaban contener
una crisis galopante. Esta medida le sirvió al gobierno también para
capturar parte del efecto positivo que había tenido la sequía
norteamericana de la campaña 1988/89 sobre los precios internacionales
de los granos.
A
partir de 1991, en el marco de los esfuerzos de estabilización y con
miras en dotar a la economía de una mayor apertura se eliminaron los
derechos de exportación sobre todos los cereales, mientras que las
semillas de soja y girasol continuaron alcanzadas por una alícuota del
3,5% a lo largo de toda la década (aceite y harina de ambos productos
tributaban 0% para salir del país). Esta política fue acompañada con una
quita de gran parte de los obstáculos al libre comercio agropecuario.
Las
retenciones hicieron su reaparición con el decreto 310/02 de febrero de
2002, en el medio de una de las crisis más profundas de la historia
argentina. En los considerandos de la normativa se justificó su
aplicación en la «grave situación por la que atraviesan las finanzas
públicas» y en la necesidad de «atenuar el efecto de las modificaciones
cambiarias sobre los precios internos». Inicialmente, las alícuotas
fueron del 10% para trigo y maíz y del 13,5% para soja y girasol
(productos procesados pagaban sólo 5%). A partir de abril de ese año los
porcentajes subieron a 20% en cereales y 23,5% en oleaginosas,
respectivamente, mientras que harinas y aceites de soja y girasol
comenzaron a tributar un 20%. De este modo, se mantenía el diferencial
característico de la estructura arancelaria de nuestro país.
En
enero de 2007 la resolución 10/07 del Ministerio de Economía y
Producción incrementó las alícuotas en 4 p.p. para el complejo soja,
quedando en 27,5% para el grano y 24% para los subproductos. Esta vez la
medida se apoyó en el hecho de que la «demanda crece de manera
sostenida» y tras su aplicación «la rentabilidad del sector productivo
seguirá siendo adecuada». Meses más tarde, tras las elecciones
nacionales de 2007 el gobierno saliente modificó todo el esquema, esta
vez en la búsqueda de «reducir los precios internos, consolidar la
mejora de la distribución del ingreso y estimular el mayor valor
agregado». El maíz comenzó a pagar un derecho de exportación del 25% y
el trigo del 28%, mientras que las alícuotas de girasol y soja se
incrementaron hasta 32 y 35%, respectivamente, con 3 p.p. de diferencial
arancelario para los productos de primera transformación industrial.
En
marzo de 2008 tuvo lugar una nueva modificación en el esquema de
retenciones. La situación fiscal era robusta y el tipo de cambio había
permanecido estable por varios años. Aun así, el Ministerio de Economía,
comandado en aquel momento por Martín Lousteau, diseñó un sistema móvil
que en el momento de su anuncio aumentaba la carga tributaria hasta
niveles que prácticamente vulneraban el principio de justicia en la
imposición. En el caso de la soja, el esquema movía inicialmente las
alícuotas de 35 a casi 41%, alcanzando luego un máximo de 48,7%. Además,
a valores FOB superiores a u$s 600 la alícuota marginal era del 95%, es
decir, el fisco capturaba casi la totalidad de la mejora de los precios
por encima de ese nivel.
La
medida generó una franca oposición del sector, que rápidamente pidió
una revisión de la misma. En la búsqueda de consensos, el proyecto
inicial sufrió varios cambios con el paso de las semanas, denotando el
elevado nivel de improvisación con el que había visto luz. Tras más de
120 días de conflicto, la célebre resolución M.E. 125/08 encontró un
freno al no pasar la ratificación legislativa a la que fue sujeta (el
vicepresidente Cobos desempató en la Cámara de Senadores), por lo que el
Poder Ejecutivo procedió a su derogación tras la discusión
parlamentaria.
Por
último, hacia finales de 2008 y en el medio de una de las peores
sequías de las últimas décadas, el gobierno resolvió reducir la carga
vigente sobre las exportaciones de trigo y maíz, cultivos que habían
perdido una considerable superficie de siembra. La medida se planteó
también en pleno desencadenamiento de la crisis financiera
internacional, que tuvo un impacto muy negativo sobre los precios. En
los considerandos de la normativa se reconocía que «han variado las
condiciones ponderadas para la aplicación de los derechos de exportación
de los productos aludidos, [por lo que] resulta aconsejable propiciar
la reducción éstos».
Desde
entonces, por siete años se mantuvo mayormente inalterada la estructura
de las retenciones para granos, harinas y aceites, verificándose
solamente cambios en biodiesel y en el rubro de mezclas para
alimentación animal, entre otros productos agroindustriales. No obstante
ello, en este período las autoridades idearon distintos mecanismos que
–manteniendo la obligación de tributar en cabeza del exportador-
buscaron modificar la incidencia del gravamen, por ejemplo a través de
reintegros a productores. Uno de los más recordados rigió para el trigo
de la campaña 2013/14 y contemplaba la devolución de los derechos de
exportación a través de la creación de un fideicomiso y la entrega de
certificados denominados CEPAGA. Estos regímenes especiales, como en su
momento lo fueron el «trigo plus» y «maíz plus», tuvieron escaso éxito
en generar entusiasmo para la siembra.
En
conclusión, las distintas variantes que tomaron los derechos de
exportación en las últimas décadas no hacen más que reforzar la idea de
que el sector agropecuario –que significa el 25% del PIB en forma
directa e indirecta y contribuye con el 55% de las exportaciones- ha
sufrido una visible discriminación en los sucesivos planes de gobierno.
El sector convivió con una distorsión de precios casi permanente, que
frenó su crecimiento y dificultó las posibilidades de pensar en el
mediano y largo plazo. En este sentido, los anuncios de eliminación de
este tributo sobre los cereales y la prometida disminución gradual sobre
la soja constituyen una buena noticia para la economía nacional.
[i]
En realidad, todas las exportaciones argentinas pagan derechos de
exportación, pero sólo las agroindustriales y energéticas están sujetas a
alícuotas elevadas. Para las ventas externas industriales el fisco
reintegra el 5% correspondiente al tributo.