Nicolás Ferrer y Guillermo Rossi
En
debates informales sobre políticas públicas para el sector
agropecuario, al igual que en muchos análisis de coyuntura de los
mercados, se lanzan con frecuencia afirmaciones tales como "sin
restricciones cuantitativas ni derechos de exportación la producción de
granos podría subir un x%". Implícitamente, se hace referencia a que ceteris paribus
la cantidad ofrecida aumenta a precios (recibidos por el productor) más
elevados, es decir, la curva de oferta agrícola trazada sobre ejes de
precio y cantidad tiene inclinación positiva. En igual sentido, también
se llega a conclusiones respecto de cuánto puede bajar la producción
ante disminuciones de los precios, por ejemplo, porque hay cultivos que
pierden rentabilidad y progresivamente van cediendo espacio en los
planes de siembra. En este caso, algo usual sería concluir que "dada la
reciente baja de las cotizaciones, en la próxima campaña la superficie
nacional sembrada podría caer un x%". Naturalmente, la pendiente más o
menos empinada de la curva de oferta dependerá del período de tiempo
considerado.
Si
bien estos razonamientos, aunque simplistas, no parecen del todo
errados, es importante que se comprenda el fundamento teórico que hay
por detrás de la respuesta de los oferentes a los vaivenes del mercado.
Adelantaremos que el comportamiento de la producción a los estímulos de
precio se verifica siempre en el largo plazo, por lo que a veces mejores
márgenes no significarán en lo inmediato más producción y,
contrariamente, trabajar a pérdida no implicará que los productores
vayan a abandonar instantáneamente su actividad. El lento ajuste de la
oferta (por cuestiones tecnológicas, culturales o de expectativas) a las
fluctuaciones de la demanda es lo que genera la dinámica de ciclo que
suele observarse en los mercados de commodities.
El pensamiento de David Ricardo, plasmado en "Principios de Economía Política y Tributación"
(1817), nos permite una primera aproximación al tema. Adaptando sus
ideas al modelo de negocios del agro en Argentina, veremos que los
productores explotarán inicialmente las tierras más fértiles todo lo
posible (margen intensivo) y luego comenzarán a desplazarse hacia áreas
alejadas cuando obtengan un mejor retorno (margen extensivo). El precio
tenderá a ubicarse en un nivel igual al costo marginal de la unidad más
costosa, es decir, la última, otorgando una renta al resto de las
explotaciones en actividad. Sin embargo, en mercados competitivos las
fuerzas actuarán para igualar la tasa de ganancia de todos los tipos de
tierra, por ejemplo, con diferencias regionales en los arrendamientos.
Otro aporte lo ofreció años más tarde el economista alemán Johann H. von Thunen en "El Estado Aislado en relación con la agricultura y la economía nacional"
(1826). En un modelo quizás excesivamente simplificado, sostuvo que las
actividades agropecuarias más intensivas (i.e. que requieren mayor
inversión) tenderán a ubicarse en las zonas cercanas a los centros de
consumo, independientemente de las condiciones naturales del suelo. Por
lo tanto, el costo de transporte -y no la fertilidad del suelo- es el
principal determinante de la localización. Para llevar ese análisis a la
siembra de cultivos en la Argentina habría que pensar en precios más
elevados para orientar la producción hacia regiones marginales.
Hasta
aquí hemos visto que para aumentar la producción se requiere de más
precio, sea porque hay que ocupar áreas de menor productividad o porque
se incurren en mayores costos de transporte. Por lo tanto, a la inversa,
una caída de los precios debería impactar negativamente en el volumen
de oferta.
Sin
embargo, la agricultura argentina de las últimas décadas jamás podría
encuadrarse dentro de la mirada de los economistas clásicos o los
pensadores del siglo XIX. La "agricultura campesina" hace muchos años
que se convirtió en un modelo empresarial crecientemente innovador, con
predominio de explotaciones de gran escala, concentración del número de
productores, integración vertical en la cadena de valor y aparición de
nuevas formas de gestión de la empresa. En este contexto, y frente a la
posición de Argentina como país tomador de precios en un mercado
global crecientemente disputado, no queda tan claro el porqué las
señales del mercado deben asegurar siempre una determinada rentabilidad
en el campo. Más bien, podría suceder que los precios caigan por debajo
de los costos medios de producción y que la decisión sea que hay que
seguir produciendo, porque se han invertido grandes sumas en activos
específicos de difícil liquidación, porque no se cuenta con
infraestructura, recursos financieros ni know-how para dedicarse a
otra actividad (¿ganadería?, ¿forestación?), porque hay compromisos de
largo plazo con proveedores y clientes o incluso por la existencia de
barreras emocionales o expectativas favorables de cara al futuro.
Lo
anterior explica por qué a corto plazo la producción trabajaría un
tiempo a pérdida en un contexto desfavorable, aunque claro está que no
se trata de una situación que pueda persistir indefinidamente. Una
primera salida sería que -con el tiempo- el mercado se recupere hasta
acomodarse a la estructura de costos de los productores. Sin embargo,
esto implicaría suponer que los precios están determinados por los
costos, algo que en la práctica no se verifica. En cambio, lo que
sucederá es que la curva de costos medios del empresario deberá caer
para que el negocio vuelva a ser rentable. El crecimiento en el tamaño
medio de la explotación agrícola argentina es justamente una acción en
tal sentido, pues da lugar a economías de escala reales (utilización más
eficiente de la tecnología, equipo y capital humano) y pecuniarias
(precios menores al comprar mayor cantidad de insumos) que abaratan el
costo por tonelada.
En la práctica… ¿por qué insisten los productores?
En
las últimas tres campañas, con la brusca caída de los precios tanto a
nivel local como internacional de los principales productos agrícolas de
nuestro país, hemos asistido a un continuo empeoramiento de los
márgenes de rentabilidad del sector, el cual, de cara al ciclo 2015/16
alcanza un nivel crítico. A pesar de ello, las cosechas de soja y maíz
han alcanzado niveles récord en algunas de esas campañas, mientras que
la producción de trigo del último año se ubicó por encima de un todavía
respetable nivel de 12 millones de toneladas.
Bajo
esta circunstancia muchos seguramente se preguntan: ¿Por qué los
agricultores se lanzan a la producción si los números cada vez cierran
menos? ¿Qué hay detrás de este comportamiento aparentemente irracional?
No entraremos en detalle acerca de los factores propios del contexto
doméstico que dan lugar a dicha reducción en las utilidades ni
analizaremos el grado de la misma, sino simplemente trataremos de
exponer un argumento que demuestre que existe cierto grado de
racionalidad en la insistencia de los productores.
La
teoría microeconómica hace referencia al "punto de cierre" de una
empresa en aquella situación en la que los ingresos obtenidos por el
productor no son suficientes para cubrir los costos variables, es decir,
aquellos que dependen directamente del volumen pretendido y que deben
ser afrontados ejercicio tras ejercicio. Bajo esta lógica, en la medida
en que el productor pueda recuperar aunque sea parte de sus costos fijos
(aquellos que deben soportarse independientemente de que decida
trabajar la tierra o no), tendrá suficientes razones para explotar la
tierra a corto plazo. Caracterizar este razonamiento en el marco de un
rubro como el agrícola, con ciclos productivos extensos e
interdependientes y un alto grado de incertidumbre en los ingresos posee
ciertas complejidades, pero el principio explica perfectamente la
dinámica de la situación.
La
particularidad de la empresa agropecuaria es que el administrador no
conoce de antemano su función de costos, por lo que no puede adoptar una
estrategia maximizadora. En ocasiones surgen imprevistos como
resiembras, necesidad de aplicaciones extra de fungicidas, pérdidas en
el almacenaje, etc. Naturalmente, tampoco se sabe con certeza la
productividad unitaria. Por ello, a diferencia de la industria
manufacturera o los servicios, la unidad de análisis para el costeo no
es la medida física del producto obtenido (i.e. costo por tonelada) sino
que el presupuesto se expresa en función de la escala (es decir, costo
por hectárea).
A
lo anterior se le suma que el grueso de los gastos corrientes que
conlleva trabajar la tierra debe ser afrontado con varios meses de
anticipación con respecto a la comercialización de la mercadería y sin
conocer el valor final de la misma. Esto sin mencionar las distintas
inversiones de capital y los gastos en mantenimiento de la
infraestructura necesarios para llevar a cabo la actividad. Diversas
prácticas y participantes, surgidos con el paso del tiempo, pueden
facilitar una disminución del riesgo precio y una mayor regularidad de
los flujos de efectivo, con el inconveniente de implicar un mayor
compromiso para con terceros por parte del productor y, lógicamente,
mayores costos.
Inversiones
en maquinaria, manejo de suelos, irrigación, caminos e incluso gastos
del tipo corriente son encaradas a través del financiamiento,
generalmente del tipo comercial. De abandonar la tarea, el productor no
sólo estaría incurriendo en un costo de oportunidad con respecto a sus
bienes de capital, sino que no tendría cómo hacer frente a sus
obligaciones financieras y sufriría una descapitalización aún mayor con
tal de lograrlo.
No
existen usos alternativos rápidamente adoptables para dichos activos,
ya que las principales causas de la merma en el margen obtenido por el
productor (presión impositiva, restricciones al comercio exterior,
atraso cambiario, elevación de los costos de producción y
comercialización y caída de los precios internacionales) afectan en
mayor o menor medida a todos los cultivos. Otras opciones posiblemente
viables para el uso de la tierra (como ser la ganadería) suelen requerir
considerables y extensas inversiones de capital con retornos que no se
harán presentes hasta entrados varios ejercicios.
Otra
característica destacable de la tierra es su particular comportamiento
como bien de capital, el cual a diferencia de la generalidad de los
casos, sufre un acentuado deterioro en su condición por el simple hecho
de no ser utilizado. La aparición de malezas conlleva costos crecientes
con el paso del tiempo, lo cual lleva a la aplicación de cultivos de
cobertura a fin de evitar la futura necesidad de un trabajo intensivo de
recuperación de los terrenos. De allí que desaparezca el atractivo de
los planteos con campo arrendado incluso ante una sensible caída en el
valor de los contratos, la cual promueve las explotaciones bajo esta
modalidad con el sólo objeto de impedir el surgimiento de los problemas
detallados anteriormente.
La
agricultura contemporánea está lejos de ser la actividad primitiva y
con nulo agregado de valor cuya imagen se ha extendido. Sin embargo, su
naturaleza favorece los planteos de largo plazo y una reacción más bien
lenta ante cambios en los precios de las commodities que produce.